«Lo malo de la izquierda estadounidense es que se traicionó para salvar sus piscinas. Y no hubo unas derechas estadounidenses en mi generación. No existían intelectualmente. Sólo había izquierdas y estas se traicionaron. Porque las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy; fueron ellas mismas las que se demolieron.»
Orson Welles
Con el estreno de Trumbo: la lista negra de Hollywood (Trumbo, Jay Roach, 2015) desde Cine Maldito recuperamos la película La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976), una de las mejores películas sobre las infames listas negras y como algunos guionistas se las ingeniaron para continuar sus carreras.
Antes de empezar a hablar de la película, hay que decir que la caza de brujas de los años 50 supuso todo una inflexión en el hollywood de la época y ha ejercido una poderosa obsesión para muchos críticos e intelectuales, aunque a día de hoy siguen siendo mucho más esclarecedores la ingente cantidad de libros que se ha publicado al respecto que las películas que lo tratan, que adolecen de cierto tono esperanzador y de superación personal que repugna bastante. Al fin al cabo, Hollywood no puede evitar la oportunidad de hablar de uno de sus momentos más oscuros para relatarnos una épica lucha del bien contra el mal donde finalmente la verdad (individual) prevalece y todos comen perdices.
La caza de brujas no acabó por la resistencia de algunas buenas pocas personas, como parece ser el relato de Buenas noches, y buena suerte (Good Night, and Good Luck, George Clooney, 2005) y tantas otras. La caza de Brujas terminó devorada por ella misma; en cuanto McCarthy pasó de interesarse por los artistas para iniciar una cruzada personal contra “el comunismo infiltrado en los estamentos militares” se le cortaron las alas desde la prensa seria (y por tanto, desde el poder establecido), y acabó solo, despreciado y dándole a la botella con su habitual ahínco, hasta morir en la más absoluta soledad por problemas derivados de su alcoholismo (hay que recordar que era habitual encontrarlo totalmente borracho en algunos de los juicios que el presidia. Juicios, que, oh, sorpresa, años más tarde fueron declarados ilegales; una investigación del congreso no es de facto, un juicio ni puede emitir valoraciones judiciales).
Pero vamos con la película que me voy por las ramas.
La tapadera es una película especial. Rezuma rabia contenida por sus cuatro costados. A fin de cuentas, la mayoría de los actores y del equipo técnico habían estado en las listas negras y se habían pasado años despreciados y sin posibilidad de trabajar en Hollywood. Así que hay que ver la cinta como un grito de rabia por todo lo que sufrieron laboral y socialmente. Pero ojo, su rabia no les impide reflexionar sobre el papel del soplón o mostrar zonas grises en varios personajes.
El inicio, con imágenes en blanco y negro de la época irónicamente apoyadas por la canción Young at Heart, sintetiza a la perfección como se llegó a aceptar socialmente algo tan lamentable como la caza de brujas.
Así, veremos imágenes de la guerra de Corea, del «juicio» a Ethel y Julius Roesenberg, acusados de entregar secretos atómicos a la URSS, de las pruebas nucleares de la época o de la sociedad conservadora que vino tras la «tolerante» administración demócrata previa. Y es que hay que entender que la caza de brujas surgió en un periodo de paranoia colectiva donde los niños aprendían en el colegio como actuar en caso de ataque nuclear, cada día llegaban noticias de nuevas bajas en Corea y se sospechaba que toda persona de izquierdas trabajaba para Rusia.
Al director, Martin Ritt, no le hace falta nada más para ponernos en situación.
A continuación conocemos a Howard, personaje interpretado por Woody Allen, un cajero de supermercado y corredor de apuestas ocasional que es contactado por un viejo amigo que necesita su ayuda para que firme los guiones en su nombre, ya que él está en la lista negra de Hollywood y no puede trabajar.
Si en un inicio Howard acepta movido por la amistad y por un pequeño porcentaje de ganancias, pronto descubre la posibilidad de un negocio lucrativo que le abre las puertas a ser reconocido laboralmente y socialmente. Así, pasa de ser un cutre corredor de apuestas a uno de los guionistas más reconocidos en televisión.
Poco a poco, irá adentrándose en la industria, conociendo la realidad absurda de la censura y la paranoia de la lista negra, hasta acabar delante del mismísimo Comité de Actividades Anti-americanas.
La tapadera comienza así con una pequeña anécdota que sirve para dar a conocer la figura del guionista que continuaba escribiendo gracias a un seudónimo o un amigo, como también hace la película Trumbo, que acaba de llegar a nuestras carteleras. Pero mientras la cinta de Jay Roach peca de cierto estilo de biopic al uso (y por tanto, siempre anunciado como un biopic alejado del biopic clásico) la obra de Martin Ritt transmite algo más. Y ese algo más es una rabia contenida por buena parte del relato.
Aquí toca hablar de Zero Mostel, un maravilloso actor secundario que vio truncada su carrera por las listas negras. El excelente actor, visto en Los productores (The Producers, Mel Brooks, 1966) da vida a un cómico que se debate entre delatar y espiar a algunos de sus compañeros o mantenerse fiel a sus principios. Con fuerza y mucha presencia, el comediante nos ofrece un recital de esa rabia contenida que comentaba antes, mientras refleja también una zona gris de la caza de brujas poco entendida y que hasta se muestra amable con los soplones (pocos fueron los que delataban entusiasmados a sus compañeros, no todos fueron Walt Disney, que aprovechó el Macarthismo para desbaratar huelgas o lo que se terciara). Asimismo, la mayoría de los artistas involucrados que ceden a la presión son retratados finalmente como meros peones de un baile absurdo donde si te detienes un momento a reflexionar acabas pisoteado por los demás, igual de asustados que tú.
Sin duda la figura del «payaso trágico» que se enfunda Zero Mostel es de lo mejor de la función. Woody Allen, la estrella del filme, quedó tan impresionado con su talento cómico y acabaron siendo tan amigos que escribió un guión para que lo protagonizará su amigo, Si la cosa funciona (Whatever Works). Desgraciadamente su compañero de reparto murió poco después, y el guión se pudrió en un cajón hasta que en 2006 el neoyorkino lo reescribió y se lo ofreció a Larry David.
En conjunto hay un agotamiento por parte de la trama principal; las listas negras y la carrera del falso guionista interpretado por Allen, pero Martin Ritt y su guionista (recordemos, ambos víctimas de la caza de brujas) se sacan escenas memorables de la chistera con asombrosa facilidad, como ese momento protagonizado por Zero Mostel en un hotel, rodado en plano secuencia y que aúna dos de los tonos que cuando se encuentran acaban revitalizando a la película cuando narrativa hace que pierda agilidad.
Drama y comedia son los dos tonos elegidos que mezcla con finura su cineasta, que en manos de cualquier otro director hubiera sido un completo desastre. Nunca tenemos claro si estamos ante una comedia dramática o un drama cómico. Los mejores momentos, salvo su recordado final en la escena del juicio al personaje de Allen, están protagonizados por la retaría de personajes que sufren y nos hacen reír ante la absurda realidad, como ese momento donde un actor suplica por volver a trabajar argumentando que está en la lista negra por un error burocrático; hay otro actor con su mismo nombre que si está en la lista y las productoras los confunden.
Tal vez Woody Allen está algo desaprovechado en su vis cómica. Se nota que apenas pudo participar en la escritura del guión pues sus frases no son tan ingeniosas como en otras ocasiones, aunque también es cierto que es su primera incursión en una comedia dramática y no se le confió demasiado el peso de la trama. No obstante, ese final redime hasta decir basta a su personaje.
En su inicio, La tapadera parece un ajuste de cuentas entre las víctimas de la caza de brujas contra la lista negra de Hollywood y aquello que se denomino como Macarthismo (McCarthy fue el presidente del Comité de Actividades Antiamericano en su etapa más dura), para acabar siendo un acto catártico. No sólo porque los actores invierten sus roles en lo que fue su vida real, poniéndolos en la piel de sus «verdugos» (soplones), sino porque ayuda a comprender que fue todo un movimiento que arrastró y se llevó por delante a quien se interpusiera, y cuya única opción para la gran mayoría fue claudicar. El final deja bien claro quienes son los (muy poquitos) héroes, pero en el otro lado no se encuentran los malos, más bien otro tipo de víctima.
La tapadera gana el cielo con este tratamiento, donde los derrotados no intentan clamar venganza, tan sólo que nunca más, en ningún otro lugar, vuelva a pasar.