Fui uno de esos espectadores que descubrió La séptima víctima hace ya muchos años gracias a la labor que hizo Manga Films de reeditar en DVD gran parte de las obras de culto filmadas por la RKO durante las décadas de los años 30, 40 y 50 del siglo pasado. Películas archiconocidas como King Kong, Ciudadano Kane o Retorno al pasado y otras menos populares en su momento que quedaron a disposición para un público joven ansioso de encontrar nuevas joyas desconocidas y para los que el DVD o las visitas a las filmotecas y salas de cine eran el único medio para acceder a estos clásicos desconocidos.
Es por ello que mi visionado estuvo limpio de comentarios y recomendaciones de cinéfilos y cinéfagos varios, siendo mi sensación final una mezcla extraña de sabores.
Por un lado, el hecho de haber sido testigo de una forma de hacer cine pionera y arcaica donde prevalecía la narración a través de imágenes e impactos en lugar de la literatura. Por otro, la de haber visto un producto de esos que se hacían llamar de serie B, narrado con agilidad, con alguna que otra inconexión argumental y esperando siempre ir al grano de lo que pretendía mostrar sin perder el tiempo en descripciones complejas ni argumentos intrincados, dando la sensación de haber sido producido como artilugio de apertura de una producción de serie A que contaba con más estrellas y dinero.
Vista de nuevo con el paso de los años y ya contaminada mi mirada con los textos y comentarios de cientos de admiradores y detractores del filme, mis sensaciones no han cambiado mucho, punto que juega en favor de la película.
Pocas novedades puedo aportar a los numerosos artículos, críticas, comentarios y reseñas que se han vertido sobre una película que ha ido ganando mucho peso en cuanto a popularidad, fundamentalmente por la hipótesis de que una de sus escenas más espectaculares visualmente (la de la ducha en la que vemos asomarse una sombra que se acerca amenazante a la cortina que alberga a la protagonista) fue inspiradora para la icónica secuencia del asesinato de Janet Leigh en Psicosis.
Desconozco si esto fue así. Es cierto que tanto las pelis producidas por Val Lewton como las del maestro del suspense guardan muchos puntos en común. Por ejemplo, apostar por una intriga que se sustentaba, más de lo habitual, en otorgar un peso fundamental a las protagonistas femeninas frente a la atmósfera masculina que tenían las películas de este género.
Y es que resulta llamativo que, a diferencia de las obras de género de los grandes estudios de la época, las cintas del productor de El hombre leopardo sustentaban su esencia en construir unos personajes femeninos fuertes, complejos e inquietantes que explotaban toda su intriga a través de un ejercicio de confrontar lo cotidiano con lo sobrenatural.
Centrándonos en La séptima víctima, nos hallamos ante una obra con tintes de película menor, dirigida por un novato en nómina del estudio (famoso montador de la RKO, estudio que fue una lanzadera de jóvenes realizadores estadounidenses que forjarían una carrera muy sólida como Robert Wise, Richard Fleischer, Edward Dmytryk, Jacques Tourneur o el propio autor del film reseñado) que tomó la alternativa de la mano de Lewton y que fortalecería su carrera igualmente en posteriores producciones del genio del terror de bajo presupuesto como Bedlam, hospital psiquiátrico. Un Mark Robson que posteriormente se granjearía fama de artesano siempre efectivo y que demostró en su ópera prima un oficio más que suficiente para crear atmósferas extrañas y turbias.
Resulta complejo recomendar esta cinta a un espectador joven actual, quizás más habituado a visualizar series y películas producidas por famosas plataformas de pago. Pues el film es lo que antes se conocía como un directo a videoclub. Una especie de serial de escasa duración y cuyo recortado metraje (da la sensación de haber sido mutilada en la sala de montaje debido a sus numerosas elipsis y saltos argumentales) parecería, en un simple vistazo, que no da para mucho más que lo que ofrece. Una obra que si se observa con una mirada lineal se contempla confusa, con momentos delirantes y absurdos y que por tanto es fácil que espante a aquellos a quienes no les resulte un plato de buen gusto explorar las rarezas del cine clásico o sencillamente no estén acostumbrados a su narrativa de serie B.
Dividida en dos partes claramente diferenciadas de en torno a media hora de duración cada una, la cinta sigue los pasos de Mary Gibson (Kim Hunter), una joven que, ante la sospecha de que su hermana ha desaparecido sin dejar rastro, acudirá a la ciudad de Nueva York para tratar de dar con su paradero.
Después de acudir a diversos lugares, que en lugar de aclarar las cosas las enturbiarán aún más, Mary iniciará una laberíntica labor con el fin de encontrar con vida a su hermana.
A partir de este momento irán apareciendo a cuentagotas diferentes personajes masculinos a cada cual más extravagante: un detective que tratará de ayudar a la joven en la búsqueda de su pariente, un extraño personaje quien también apoyará a la joven que esconde un secreto relacionado con su hermana o un raro psiquiatra (interpretado por Tom Conway) que en un guiño cinéfilo magistral será el mismo personaje que el interpretado por el propio Conway un año antes en La mujer pantera.
Este tramo culminará en el momento en el que, tras una pista, acabaremos descubriendo la existencia de una especie de secta satánica que es quien ha secuestrado a la hermana de Mary llamada Jacqueline (Jean Brooks).
Esto dará paso al arranque del segundo segmento del film en el que el protagonismo pasará a estar en manos de Jacqueline y su intento de huida de la secta, a la vez que Mary y ese hombre extraño, que en realidad era el marido de Jacqueline, acabarán enamorándose en el camino de su tortuosa aventura de búsqueda de la intrigante desaparecida.
Todo este intrincado eje argumental fue narrado en tan solo 70 minutos. Es por ello por lo que el film a veces resulta algo deslavazado e incoherente, merced a un montaje muy enérgico que mezcla sin ningún tipo de filtro escenas y personajes que aparecen y desaparecen de un modo inadecuado, dejando en el espectador una sensación de aturdimiento que a veces puede desesperar.
No obstante, soy de los que opinan que el argumento tan solo era un medio para el fin buscado por Lewton y Robson, que no era otro que revolucionar la manera de narrar (hecho este mostrado en una memorable secuencia de Cautivos del mal que homenajea expresamente a Lewton y su universo). Una narración sustentada sobre todo en la imagen, en el simbolismo y en el impacto visual.
Con esos claroscuros, sombras, planos inquietantes de pasos amenazantes en la oscuridad, de un travelling que termina en el primerísimo plano de la cara desencajada de la presa de la secta que nos mira directamente… y que a ojos de un espectador actual pueden parecer arcaicos, pero que en su momento fueron toda una innovación.
Es por ello por lo que la película debe ser admirada como un tótem que reformó la narración del género de terror. Apoyándose, punto común en la obra de Lewton, en generar tensión desde los elementos más cotidianos y rudimentarios. Forzando una manera de explotar el terror a través de secuencias que podrían pasarte a ti o a mi en cualquier momento del día. Recreándose en la pericia de Nicholas Musuraca, que con su afilada perspectiva supo crear una atmósfera sombría, noctámbula, inquietante y peligrosa a través de unas tomas fantasmagóricas que crean tensión tan solo con apuntes de imaginería.
La séptima víctima se eleva por tanto como una película pionera del género de terror. Un thriller a la vieja usanza de la serie B americana, que además de pretender ser un vehículo escapista y de entretenimiento (está claro que este era uno de sus propósitos principales, el hacer suficiente dinero para seguir explotando el filón del género), y que resultó ser un film experimental en cuanto a sus apuestas visuales. Una peli que ha sido homenajeada en muchas propuestas de género futuras y que, a pesar de parecer no esconder intenciones sociales debido a lo ágil de su narrativa literaria, si que atisba una cierta parábola sobre la maldad que aflora en un ser humano que esconde tras un disfraz de buen samaritano a auténticos psicópatas que tratan de instaurar el mal en una sociedad fácilmente maleable.
Todo modo de amor al cine.