La primera vez que vi La rosa de hierro, no me gustó. No entendí que Rollin dedicara tanto tiempo al deambular de dos pobres diablos por un cementerio, ni comulgué con sus presuntas implicaciones poéticas y filosóficas. Ahora, vista otra vez, pienso que tal vez sea la mejor película de su director, y la que mejor y más arriesgadamente refleje su particular universo creativo. Ya en su escena de apertura, en la que la joven protagonista halla en la orilla de la playa (esa playa eterna del cine de Rollin) la citada rosa, queda apuntado no sólo parte del discurso de la cinta, sino también de la propia poética de su autor, esa poética que contempla el amor como un reverso tenebroso de la propia muerte (cómo explicar, si no, esos filmes románticos y desesperados protagonizados por vampiros —es decir, por gente ya al otro lado del espejo— que llenan la filmografía del francés), una fuerza vital que paradójicamente nos arrastra hacia la isla de los desaparecidos, recordándonos la fugacidad (¿la futilidad?) del deseo y asociando, de forma quizás enfermiza, la paz del descanso eterno con una pureza que en el mundo de los vivos es sustituida por la corrupción, por la putrefacción en vida. En este sentido, la frase que cierra la película («Vosotros muertos, nosotros vivos») no puede resultar más reveladora: toda una declaración de intenciones que, más que celebrar el amor necrófilo, lo que hace es sublimar la muy singular visión que del mismo tiene el bueno de Rollin. Esto es, una visión caracterizada, como la rosa del título, por su frialdad (la estética siempre gélida, lánguida, mustia) y su eterna perdurabilidad, pues lo que no tiene vida no puede morir.
Con esa consistencia difusa y extraña que uno asociaría a los sueños, el autor de Acoso en la noche traslada sus fantasías románticas y eróticas al terreno de lo real, si bien la realidad que nos presenta aparece tan deformada que parece asimismo el delirio de un demente. Porque en Rollin, la línea que separa la cordura de la locura es fina y borrosa, y sus criaturas, orates obsesionados con un imposible o mentes lúcidas por encima de la banalidad de los demás, están ahí básicamente para materializar su pesimismo existencial. O quizás “pesimismo” no sea la palabra más exacta. En La rosa de hierro, como en muchas de sus películas, hay un penetrante aroma a muerte y fatalidad, pero, a diferencia de otros títulos del cineasta, en éste la muerte aparece más que nunca como una liberación, como un atajo hacia una zona en la que el amor y el deseo pueden desarrollarse con plenitud e ilimitadamente. Y la rosa del título será ese elemento guía que conduzca hacia el inframundo, sellando la puerta que une a los vivos con los muertos. De este modo, la obra se certifica (con una rotundidad y elegancia casi perturbadoras) como un pequeño gran canto a la Muerte, lleno de un lirismo mórbido construido a través de imágenes belllísimas y decadentes, en las que Rollin introduce su particular gusto por la simbología, tan francés en cierto modo.
Creo que, quizás junto con Le viol du vampire, ésta es la película más refinada y mejor dirigida de su autor. Esos planos de Françoise Pascal apareciendo a través de la niebla, esas imágenes del tren varado, esos juegos continuos con elementos mortuorios… La película tiene a menudo un impacto estético real y desestabilizador, especialmente en algunas escenas cargadas de un sentimiento trágico cargado de elocuencia. Pienso en aquel momento arrebatador en el que ambos amantes intentan unir sus manos, sin conseguirlo, estando uno dentro de una fosa y el otro fuera. O cómo, acto seguido, ambos deciden amarse entre los restos óseos de los que ya no están, refocilándose en la vida en medio de la misma muerte (¿o acaso es al revés?). Son, en fin, escenas que funcionan más en un sentido poético que dramático, por mucho que el contraste entre el desarrollo psicológico de ambos personajes esté inteligentemente reflejado en pantalla: uno aferrándose a la vida, la otra dejándose llevar (placenteramente) hacia el otro lado de la orilla.
La hermosa locura de ella dominará todo el peso de la narración, enfrentando esa fijación tan romántica por la muerte con la racionalmente deseable permanencia entre los vivos. Ambientada casi exclusivamente en un cementerio (devorado, en gran medida, por la vegetación, como si el propio cementerio fuese a su vez un cadáver que la naturaleza quiere hacer desaparecer), La rosa de hierro propone un relato alegórico en torno al sentido del amor y el destino último (y único) de los amantes. Mientras entre los vivos deambulan, como almas en pena, gente variopinta (ricos, pobres, ancianos, o ese payaso inquietante que arrastra su risa muda a través del silencio de los sepulcros), entre los muertos luchan por perpetuar su amor los dos protagonistas del filme, que entienden que la vulgaridad tan breve de la existencia no tiene nada que hacer frente a la eternidad calmosa (como el mar donde se acaba perdiendo esa rosa de hierro que representa tantas cosas) del Más Allá, hacia donde se dirige (bajando, siempre bajando) la heroína de este poema enfermizo y delicado que Rollin ha filmado con una sinceridad incuestionable. Nunca antes, ni siquiera con sus cintas de vampiros, el francés había expresado su visión trágica del amor de una forma tan desnuda, radical y tan felizmente perturbadora.