Después de rodar los míticos westerns Apache y Veracruz —ambos producidos por la compañía de Burt Lancaster— el gran Robert Aldrich ya había alcanzado a mediados de los años cincuenta cierto estatus de cineasta independiente además de excelente narrador, punto que le permitió elegir dar el salto a la producción con el fin de acometer aquellas películas que más le interesaban.
De este modo en el año 1955 Aldrich dirigió y produjo dos películas muy dispares en su carrera: la emblemática El beso mortal y La podadora (The Big Knife), esta última una obra bastante maldita que ha sido relegada a un segundo plano con el paso de los años dentro de la magnífica y robusta filmografía del autor de La venganza de Ulzana.
Quizás este ostracismo derive del hecho de que la película, pese a retratar con bastante crudeza y sadismo un tema muy interesante como son los tejemanejes y exigencias presentes en las bambalinas del Hollywood clásico, abusaba en demasía de un tono muy teatral. Y es que la cinta estaba basada en una obra de teatro firmada por Clifford Odets y no contaba con ninguno de los síntomas presentes en las grandes producciones que triunfaban en las taquillas de todo el mundo en esos años: formato en blanco y negro, elenco de buenos actores pero con ninguna estrella —salvo una Ida Lupino ya más metida en su labor de realizadora que de actriz—, historia sin grandes escenarios ni paisajes (pues prácticamente toda la película se rodó en el único escenario del salón de la mansión del protagonista) y finalmente una trama demasiado fatalista y alejada de esos ‹happy ends› que tanto entusiasmaban a los espectadores de la época.
No obstante, pasados los años, La podadora se alza —con sus defectos y virtudes— en una de las producciones más despiadadas y pesimistas sobre los enredos y alrededores de la producción cinematográfica reflejando con mucho desgarro y desapego los intrincados laberintos que provocan el naufragio moral y psicológico de los actores y personajes que navegan en las turbias aguas de los intereses económicos y sexuales que explotan los pequeños y grandes magnates de los estudios de Hollywood.
La trama —como he comentado absolutamente teatralizada— discurre en una mansión de Bel-Air, siendo presentado este barrio como un paraíso donde residen las luminarias hollywoodienses rodeadas de lujo y opulencia. La cámara aterrizará en el jardín de la residencia de Charles Castle (Jack Palance), un actor joven que mantiene una sólida carrera en películas de gran éxito comercial y poco intelecto que han logrado conquistar la taquilla, lo que le ha posicionado en una inmejorable lanzadera para firmar un contrato de larga duración con un productor llamado Stanley Hoff con fama de exprimir al máximo a sus empleados.
Pronto conoceremos, a través de la irrupción en pantalla de una periodista del corazón con ganas de adivinar un escándalo en la vida de Castle, que Charles está inmerso en una complicada maraña de problemas tanto laborales como personales. Por un lado su aparentemente idílico matrimonio con Marion (Ida Lupino), hace aguas por todos lados estando la pareja planteándose el divorcio al llevar varios meses sin vivir bajo el mismo techo. Por otro, un lejano accidente automovilístico, que afectó a uno de los colaboradores del actor y que acabó con la vida de una persona, parece que pudiera haber sido una tapadera para ocultar que Charles fue quien provocó el altercado tras salir borracho de una fiesta. También nuestro protagonista tiene que lidiar con las tentaciones amorosas que suponen los ronroneos de la esposa de su asistente y de una alocada aspirante a actriz (Shelley Winters) quien guarda en su trastero un turbio asunto que de destaparse pondría en peligro la imagen pública de Charles. Finalmente, el héroe de la función tendrá que elegir entre la disyuntiva de aceptar un contrato de ocho años con Stanley Hoff (Rod Steiger) a sabiendas que se convertirá en el esclavo de este productor déspota y amoral o renunciar al mismo, lo cual significará liquidar su carrera de actor en Hollywood (pues quien dice que no a Stanley está muerto en Hollywood) pero como contrapartida supondrá el renacimiento de su tullido matrimonio con Marion, quien se opone rotundamente a que su marido renuncie a su dignidad e independencia si firma el contrato con Hoff, recomendándole que pueda así dar un giro a su carrera como actor abandonando la comodidad que supone el cine comercial de poco recorrido para lanzarse a producciones más independientes e intelectuales que son las que finalmente permiten lograr la eternidad.
Toda esta maraña psicológica de chantajes y renuncias irrechazables serán retratadas por Aldrich con mucha sobriedad y con una cierta frialdad, punto que le viene como anillo al dedo a una película que precisamente trata de exponer los asuntos inhumanos y cadavéricos de una industria que actúa como un depredador sin alma cuando la víctima ya no le proporciona los rendimientos que se esperaban de ella. Para ser una película que solo se rueda en un único escenario (el salón de la mansión de Charles, pues Aldrich tan solo insuflará algo de oxígeno en dos o tres secuencias de enganche, y de muy corta duración, filmadas en localizaciones distintas de la principal), el relato se aprecia muy ágil y sin sobrecargas que ralenticen o supongan un sobrepeso para el espectador.
Ello demuestra la pericia que poseía Aldrich como narrador excepcional ajustando todos los engranajes con el fin de enlazar pequeños, pero a la vez grandes, acontecimientos que van sucediendo sin que nos demos cuenta empleando la herramienta de la elipsis con una maestría supina, aspecto que permitirá avanzar la narración en el tiempo sin necesidad de cambiar de espacio físico. Y también muestra la versatilidad de un autor que lejos de querer imponer su propio sello a las películas que realizaba prefería adaptarse a las diferentes historias planteadas para poner su granito de arena con el cual agrandar el resultado final en historias muy diferentes entre sí.
En este sentido, la filmación en una sola localización también irradia una atmósfera plena de opresión y asfixia que le sienta fenomenal al sustrato del guion, ya que precisamente las entrañas de la historia desgranan esa falta de libertad y angustiosa dominación que sufren los asalariados de cruentos y desalmados magnates del viejo Hollywood.
A destacar la precisa y minuciosa puesta en escena llevada a cabo por el autor de Los doce del patíbulo, dando muestras de su inteligencia y visión para poner la cámara siempre en la mejor posición y así extraer lo mejor de sus actores, siendo esto un punto esencial en una película que apuesta sobre todo por el trabajo de los actores sobre la composición de imágenes pictóricas o llamativas. También el elenco cumple con las expectativas con un sorprendente Jack Palance en un papel alejado de su imagen de tipo duro y malvado, que retoma sus inicios en Broadway en un rol de hombre torturado psicológicamente del que sale más que airoso. Como apoyo a Palance, una Ida Lupino en una espléndida madurez demostrando que las divas del Hollywood clásico tenían mucho que aportar aún en los cincuenta y una gama de secundarios magníficos destacando, por citar un par de nombres, un histriónico Rod Steiger y un siempre inquietante Wendell Corey.
La podadora resulta una película asfixiante, hiriente, absorbente y muy descarnada sobre los conflictos morales y de intereses que rodean la producción de películas. Un artificio plenamente autoconsciente de gran influencia en los posteriores culebrones que plagaron las pantallas de las televisiones de todo el mundo a finales de los 70 y en los 80 (hay mucha artillería que tomaron prestadas Falcon Crest y Dinastía en cuanto a los conflictos e intrigas planteadas) que lanza una perturbadora y sinuosa mirada sobre las acciones e inmoralidades a las que debe enfrentarse todo actor que anhele ciertas cotas de independencia en un mundo donde la libertad no abunda en demasía. Un riesgo que puede acabar bien, pero que en la mayoría de los lances acabará del peor de los modos para quien ose atentar contra los cimientos de un Hollywood que sigue existiendo pero con diferentes formatos y nombres.
Todo modo de amor al cine.