La novena sinfonía es una de las primeras películas de Douglas Sirk, rodada en Alemania un año antes de su marcha definitiva a Estados Unidos. En ella se narra una historia melodramática enfocada desde dos puntos de vista, el de una mujer, Hanna, que migró a Estados Unidos obligada a dejar a su hijo Peter en un orfanato alemán, y el de la pareja formada por un reputado director de orquesta y su esposa, quienes tras su enésimo conflicto coinciden en la necesidad de criar a un niño para encontrar estabilidad, adoptando a Peter. Hanna no tardará en recuperarse de su caída en desgracia y tratar de reunirse con su hijo.
Una estructura narrativa bastante familiar en la que los tonos fatalistas están presentes desde el primer momento (el filme abre con el descubrimiento de un cadáver en plena fiesta de Año Nuevo), y que muestra a unos personajes llenos de claroscuros, en los que la hipocresía y la falta de escrúpulos se mezclan con el deseo de ver correspondidos sus esfuerzos y encontrar apoyo emocional. Tal vez lo más llamativo de La novena sinfonía es que, pudiendo convertirse en una historia de injusticia social enfrentando a buenos contra malos, en ella no hay realmente villanos, ni tampoco héroes, sino una escala de grises. Hanna, que representa a la madre abnegada que sólo quiere recuperar a su hijo, sería capaz de llegar a extremos amorales por ello. Charlotte, la ricachona caprichosa e hipócrita, es sin embargo una figura sumamente compleja, frustrada permanentemente por no encajar en su propia vida y llevando su sufrimiento al extremo de ver gravemente resentida su salud.
Esta ecuanimidad sin duda admirable de Sirk en el enfoque narrativo queda sin embargo algo lastrada por el hecho de que inevitablemente vea durante mucho tiempo a Charlotte con antipatía, a pesar de ser consciente de lo que tiene detrás. El guión en este caso no tiene tanta culpa como la interpretación de Lil Dagover, la cual enfatiza de tal manera los rasgos más irritantes de su papel que deja en un segundo plano el resto. En cualquier caso, a medida que avanza el metraje esto se va reconduciendo. En general, las interpretaciones no me parecen todo lo redondas que cabría esperar en una cinta tan cuidada a nivel de puesta en escena y exploración psicológica, pero si se le puede otorgar un mérito en este aspecto es que ganan en seguridad y convencimiento a medida que se definen sus personajes, con lo que el resultado al final es muy satisfactorio.
El otro aspecto destacado de la cinta es la gran importancia que da a la música como motor de los presentes y eventos de la trama, hasta el punto de recrearse en varias ocasiones en la grandilocuencia de los conciertos de Mr. Garvenberg, mediante montajes complejos que se cuentan entre lo más logrado de la película, y elaborando con ello una dicotomía esencial entre las dos protagonistas. Es la música, al fin y al cabo, la mayor fuente de frustración de Charlotte, y es asimismo la inspiración de Hanna para seguir viviendo. La mejor escena sin duda es la espectacular secuencia del concierto que interpreta la Novena Sinfonía de Beethoven, al que alude el título del filme, y que supone un punto de inflexión muy importante para la trama.
Si algo define la experiencia de La novena sinfonía es su constante escalada, desde un inicio errático e irregular sin tener muy claro en qué punto de la trama centrarse ni cuánto tiempo dedicar a cada frente, a una situación plenamente definida con personajes complejos y atractivos. Por ello, tal vez, el final deja un regusto amargo, como una conclusión que no puede dejar de verse anticlimática y precipitada. No es por ello mediocre, ya que explicita con gran acierto aspectos muy importantes del trasfondo emocional de la película y en especial Charlotte, pero no es el final redondo al que parecía conducir. Está ejecutado, de hecho, con una cierta torpeza, como si se hubiese improvisado sobre la marcha.
En todo caso, la sensación final que deja esta irregular, aunque muy lograda, obra temprana de Sirk no es en absoluto mala. Sus carencias e inconsistencias, sin llegar a ser ni mucho menos desdeñables, no lastran la fuerza de un buen melodrama que encuentra sus mayores méritos en una exploración psicológica de sus personajes muy consistente y una puesta en escena cuyos valores estéticos son poco menos que inapelables.