El estreno de La monja, ‹spin-off› de Expendiente Warren: El caso Enfield, nos permite echar la vista atrás para adentrarnos en un subgénero curioso del cine de explotación, el llamado nunsploitation, aunque sólo sea para evidenciar cómo han cambiado los tiempos. Cintas como la que aquí nos ocupa, La monja homicida, nacían con un ánimo provocador que las empujaba a ultrajar un territorio teóricamente vedado para el erotismo y la violencia lúdica como es el de la religión (específicamente la católica, con toda la iconografía que le es propia), si bien más allá de la subversión de símbolos normalmente había poco cine en ellas. Solían ser, para entendernos, obras de un psicologismo tosco y primario, estéticamente poco o nada sofisticadas y adscritas a una idea del terror (si se decidían a hollar ese género, que no todas lo hacían) basada en el descuido y la hipérbole. Sin embargo, también destacaban por su locura y desvergüenza, algo que las convertía casi inmediatamente en apetecibles objetos prohibidos. La película de Giulio Berrati de la que hoy hablamos no escapa a esto que decimos: suerte de giallo en clave religiosa, posee un guion imposible que hace aguas por todas partes, pero se beneficia de una atmósfera malsana que explota la imagen del pecado soterrado bajo la blancura ética de una novicia. Esa idea de la inocencia siendo pervertida (u ocultando en su seno una semilla de corrupción a punto de fructificar) es la base troncal de este subgénero decididamente orientado a saciar el apetito morboso del cinéfago de turno.
Estamos, por tanto, ante un modelo de película o de cine propio de otros tiempos menos políticamente correctos, aquellos en los que la industria italiana, fundamentalmente, destacó facturando cintas que explotaban de forma inmisericorde (a veces, sin embargo, también notablemente creativa y hasta lúcida) las parcelas de la violencia, el terror y el erotismo (a menudo, todo mezclado en un mismo cóctel, y a menudo fagocitando éxitos ajenos de la industria estadounidense, con una falta de escrúpulos decididamente simpática). Nada que ver, pues, con el cine de terror del sello Wan, que precisamente destaca por su solidez dramática y la elegancia y creatividad de la puesta en escena. Dicho esto, queda disfrutar, dentro de lo posible (no estamos ante una de las obras más valiosas del subgénero, siendo honestos) de la delirante y psicotrónica La monja homicida, que explota menos de lo que cabría esperar la imaginería religiosa, aunque ahonda, como no podía ser menos, en el estigma de la sexualidad reprimida que conduce a la psicopatía cuando se la intenta estrangular por la vía de la virtud y el amor a Dios.
Motivos por los que recomendaría esta rara avis de Berrati (nota al margen: coguionista y montador de dos títulos de culto de Corrado Farina, Baba Yaga y Hanno cambiato faccia): primero, porque la protagoniza una ya madura Anita Ekberg, que obviamente no resplandece como en La dolce vita (de hecho, fuera de esta obra maestra de Fellini su carrera es un encadenado de películas fallidas o mediocres), pero que siempre luce bien en pantalla, incluso cuando su interpretación roza lo grotesco, como es el caso; segundo, porque en momentos puntuales se recrea en una violencia sádica muy de agradecer (el episodio de las agujas, por ejemplo); tercero, porque no faltan las dosis justas de erotismo (canónico, sáfico o turbio, a elegir), esta vez a cargo, sobre todo, de la exuberante Paola Morra; y cuarto porque… bueno, realmente no encuentro más motivos por los que aconsejar una película que en su cómputo global resulta tan insuficiente.
Como giallo (o simplemente película en la que debe resolverse una intriga criminal), La monja homicida carece de atractivo estético (más allá del plano inicial y final) y resulta enormemente predecible a pesar de lo delirante del guion, que va dando tumbos de un lado a otro sin demasiado sentido. Como nunsploitation, no resulta ni lo suficientemente provocadora, ni lo suficientemente erótica (los desnudos ocasionales de Morra saben a poco), ni lo suficientemente entretenida (de hecho, es bastante tediosa la mayor parte del tiempo). Y como película de terror, su factura es en general pobre, imperando momentos más bien ridículos y sacando poco partido de una iconografía tan tenebrosa como la católica, con sus cruces, torturados, etc. Como puede verse, no es la película ideal para iniciarse en este lascivo subgénero (cualquiera al respecto de Bruno Mattei, Joe D’Amato o Jess Franco, o incluso aquella de Emanuelle en el convento, goza de más interés), pero sí puede resultar una opción válida para completistas del tema y amantes en general del cine de explotación más desnortado, amén de erotómanos poco escrupulosos tentados por la blasfemia.