Tal vez sea una invención del escritor galés Roald Dahl, pero las reglas que describe Helga —abuela de Luke— a su nieto durante las noches en las que le cuenta sus recuerdos sobre las brujas con las que luchó durante su juventud, son narraciones tan fabulosas como creíbles. Como si de un recetario de advertencias se tratase, la anciana enumera que las brujas son mujeres de aspecto normal que visten ropa normal, trabajan en empleos corrientes y viven como personas comunes. Se caracterizan por usar zapatos cómodos, sin punta ni tacones, para poder andar con sus pies sin dedos; llevar guantes que ocultan sus dedos reptilianos; el brillo de la mirada púrpura en sus ojos; las pelucas que ocultan sus cráneos calvos, llenos de sarpullidos y, sobre todo, ese odio al olor de los niños limpios, seres celestiales a los que adoran matar.
En 1990 se estrenó el primer largometraje adpatado sobre Las brujas de Roald Dahl, todo un libro o lectura de referencia juvenil internacional, recomendado en escuelas e institutos. Ilustrado por Quentin Blake, el libro recoge los rasgos autorales del escritor, acerca de la orfandad, los mitos mágicos con los relatos orales, el horror y la brujería. Mientras que los trazos nerviosos del ilustrador, ampliamente difundidos en los libros de Dahl y sus traducciones por todo el planeta, son reinterpretados desde un ‹travelling› vigoroso en picado, sobre las montañas nevadas de unas formaciones rocosas de algún país europeo, un movimiento de cámara captado desde un helicóptero, nos lleva furioso hasta el acogedor hogar de la familia de Luke, acompañado de su abuela que le narra sus aventuras y desventuras con la gran bruja y discípulas.
La maldición de las brujas es el título redundante que acompañó al original The Witches hace treinta años, tal vez para diferenciarlo de la olvidadísima Las brujas de Cyril Frankel, hecho que no se ha repetido con la reciente Las brujas (de Roald Dhal) dirigida por Robert Zemeckis y reinterpretada por él junto a Guillermo del Toro. Aunque se haya estrenado en salas españolas el largo actual, protagonizado por Anne Hathaway y Octavia Spencer, es otra de las películas que siguen cimentando el auge de plataformas de visionado ‹online› contra la exhibición cinematográfica. Un hecho que no sucedió en el año 1990 cuando se proyectó en cines la película realizada por Nicolas Roeg. Puede resultar cuestionable esta apreciación pero no faltan razones para pensar que un pase televisivo hubiera sido el lugar idóneo para el film del británico, no solo por actores como Rowan Atkinson —con un antecedente histriónico del futuro Mr. Bean— en papeles destacados del reparto, sino por la propia condición de Roeg como realizador abocado a desarrollar la parte final de su filmografía en telefilmes y series de televisión a partir de aquella década. Pero el prestigio por entonces de Anjelica Huston, la bruja reina de la función, propició su exhibición internacional en una producción más afortunada que desaconsejable, a pesar de ciertas irregularidades formales.
El oficio de Nicolas Roeg destaca en el respeto que demuestra por las secuencias intimistas entre abuela y nieto, dedicadas a contar un cuento dentro de otro cuento, mediante la confianza en la narración oral de Mai Zetterling con sus diálogos cálidos y la fuerza literaria de Dahl. Tras esta primera parte, destaca el uso de la elipsis que sirve de transformación del relato, eludiendo el accidente que deja huérfano a Luke, conviviendo con su abuela, casi un hada pícara que sirve como guarda y educadora en el mundo mágico en el que se incursiona el nieto. Esta introducción da paso a un desarrollo largo en el que la película juega con el género de terror, bien ligado por la destreza de Roeg con la comedia loca que surge en la convención de brujas en el hotel.
Los encuadres aberrantes, el uso de la ‹steadycam› y un montaje frenético propician un cambio de tono que fluye hasta el último tercio del film. Por supuesto que destaca el nombre propio de Jim Henson en funciones de productor ejecutivo y el uso de muñecos animados para las mutaciones de los niños protagonistas en ratones, con un empleo ejemplar de las marionetas y ‹animatronics›, años antes del CGI y demás efectos digitales.
Tal vez se le pueda reprochar un final feliz forzado al largo respecto al de la novela original, una conclusión que sin embargo resulta más inquietante que tranquilizadora en su resolución audiovisual, propia de una pesadilla. El uso de zooms más baratos que descriptivos en varias escenas del metraje, un doblaje de las voces en algunos momentos o la figuración masculina entre el elenco de brujas que produce cierta extrañeza. Pero el resultado es un largometraje destacable, dirigido a todos los públicos, sobre todo desde el espectro de espectadores preadolescentes. Y como buena interpretación de los textos de Dahl en imagen real, a la altura de Un mundo de fantasía de Mel Stuart (primera versión de Willy Wonka y la fábrica de chocolate) o Matilda de Danny DeVito.