Katharine Hepburn, la dulce arrogancia indómita.
Cuando me llegó la oportunidad hace unos días de escribir sobre esta película de George Cukor, no lo dudé ni un segundo, y es que ésta reúne varios elementos que me resultan de gran interés, los cuales están relacionados con mi trayectoria vital. Mi primera heroína y ejemplo de mujer en el cine, libre, activa, con espontaneidad, que dinamitaba el arquetipo femenino tradicional en mi infancia fue, sin duda, Katharine Hepburn. Mi formación, como la de mi generación y anteriores, estuvo marcada por la lectura de cuentos, series de animación o novelas donde abundaba una mujer sumisa, romántica, esperando su príncipe azul, producto de una educación con mucha inercia detrás a pesar de que ya estábamos inmersos en una época de cambio que no daría marcha atrás. Descubrir a principios de los ochenta a Susan Vance en La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938), de Howard Hawks, me abrió una puerta a personajes femeninos que no se dejaban dominar, alocados, desprejuiciados y con capacidad de elección. Independencia femenina con la que sentí un fuerte impulso y ganas de identificarme con ella; al darme cuenta de que esa película era de finales de los treinta no daba crédito y me hizo reflexionar pensando que ese tipo de mujer no existía y que sólo podría ser producto del cine.
Pero Susan Vance seguro que tenía mucho de la verdadera e indómita Katharine Hepburn (calificada de arrogante en la industria) y que, a pesar de que la película en su momento fue un fracaso de taquilla por lo excéntrico de personajes y situaciones, seguro que caló mucho en una sociedad de finales de los treinta y en un cine donde no apretaba aún tanto la censura del dichoso código Hays. La Hepburn venía ya de hacer papeles muy a su forma, intrépidos, decididos, como la aviadora en la película de Dorothy Arzner, Hacia las alturas (Christopher Strong, 1933) o con el aspecto andrógino que le iba tan bien en La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett, 1935), de Geoge Cukor y que causó mucho impacto. Katharine Hepburn vistió como nadie con pantalones y zapato plano, algo muy poco común en la época (Marlene Dietrich también lo haría con bastante elegancia), quedando para la posteridad las palabras de su gran amigo George Cukor que decían: «Kate no se parecía a los años treinta, sino a sí misma. Luego las chicas empezaron a imitarla y la década acabó pareciéndose a ella». Una mención extraordinaria que revela no sólo una tendencia de la moda, sino un potente icono sobre las chicas de su tiempo de un tipo de mujer feminista, independiente, resolutiva y fuerte.
Y así comenzaría la relación laboral y personal Hepburn-Cukor, que se mantuvo siempre bajo una inquebrantable amistad y que les permitió brillar en una relación simbiótica. La Hepburn resplandecía bajo la dirección de Cukor —considerado el mejor director de actrices, tal como lo fue William Wyler, los dos con métodos duros, pero que sacaban lo mejor de sus intérpretes—, pero sus películas también lo hacían al inundarse de su poderosa presencia y energía, al servicio de personajes inolvidables escritos para ella y a la que Cukor sabía arrancar las mejores interpretaciones de la gran actriz. Una mujer que siempre quiso permanecer fuera del foco mediático, siendo muy resbaladiza en cuanto a la exposición de sus relaciones amorosas, colocándose muy alejada de las convenciones sociales y del rol atribuido normalmente a lo femenino en Hollywood. Con George Cukor desarrollaría una gran carrera jalonada por algún fracaso, pero mucho más con grandes éxitos construidos en torno a la comedia y en los que entró su gran amigo Spencer Tracy, con el que trabajaría en numerosas historias. Una pareja que desprendía una gran química que encantaba al público y que se traduciría en sonoros éxitos. Dos amigos con una relación que nunca se sabrá del todo en qué consistió realmente (ni falta que hace) que mantuvieron un lazo indestructible vital y profesional durante treinta años desde que coincidieron en La mujer del año (Woman of the Year, 1942), de George Stevens.
La impetuosa (Pat and Mike) vendría después de la famosísima La costilla de Adán (Adam’s Rib, 1949), también de George Cukor y pretendía continuar la especial conexión y complicidad de la pareja. En este caso Hepburn encarnaría a una gran deportista multidisciplinar y profesora de Educación Física —éste es el otro elemento al que me une fuertemente esta película— y Tracy sería un representante deportivo con métodos algo corruptos, pero poco peligroso. Si bien la película no alcanza las cotas de otras comedias protagonizadas por este eficaz equipo, es agradable su visión, sobre todo por la presencia de un diferente arquetipo de mujer en una sociedad estadounidense con acusado sistema patriarcal, en el que se sale de lo tradicional a través de su afición y profesión. Ahí es donde para mí radica su singularidad en una década en que no existían esos roles femeninos en el cine (atribuido ese mundo de la competición y la actividad física normalmente al género masculino), que sí serían más frecuentes en décadas posteriores.
Recuerdo hablar de esta película en un estudio hace años sobre Actividad física y deporte en el cine, pues su descubrimiento al investigar me causó un gran interés. Fue un papel hecho a medida por unos “guionistas-sastres” como Ruth Gordon y Garson Kanin, con los que ya había trabajado anteriormente. Que la vida personal influya en los personajes haciéndolos más completos y singulares me parece un acierto, así como también ocurrió en los primeros papeles de Burt Lancaster, adaptados a su pasado circense. La Hepburn corría, jugaba al tenis, al golf, montaba a caballo, jugaba a baloncesto, béisbol y todo ello está reunido en La impetuosa. A sus 43 años podía presumir de una gran condición física y habilidades coordinativas, tal como apreciamos en numerosas escenas deportivas en las que exhibe sus aptitudes.
En este año 2024 en que los JJOO de París serán los de mayor representación femenina de la historia, tenemos que asumir que esa evolución ha sido muy lenta y costosa. La aparición del deporte femenino había sido muy escasa y menos con una absoluta protagonista como con Pat. En la antesala a lo que sería el cinematógrafo existen algunos documentos de Eadweard Muybridge estudiando la cadena cinética de mujeres (para estudios anatómicos) andando, saltando, dando patadas, bailando o montando a caballo, pero eran mucho mas frecuentes los de los hombres. En el serial de Germaine Dulac, Gossette, o Koenigsmark, de Léonce Perret (ambas de 1923), existen unas escenas de mujeres burguesas jugando al tenis, clase social que se podía permitir momentos de ocio dedicados al deporte. Ya podemos ver unos años más tarde un uso del deporte femenino más sistematizado en El hombre de la cámara (Dziga Vértov, 1929), donde se rueda a mujeres saltando, lanzando o entrenando en gimnasio haciendo remo. La controvertida Leni Riefensthal divinizó con una puesta en escena mayestática a las atletas y saltadoras de trampolín en Olympia (1938). Después vendrían en el Hollywood clásico mujeres en películas musicales con natación sincronizada o bailes, roles poco modernos, aunque Ida Lupino sí manifestó su interés por el deporte femenino en Hard, Fast and Beautiful (1951), inmediatamente anterior a ésta que nos ocupa; también con una protagonista mujer y deportista a la que presiona su familia para que sea profesional. Y ya en la década de los sesenta, con un impulso del movimiento feminista que influiría en gran medida en todos los ámbitos hallamos la interesante y autobiográfica historia de la gimnasta Eva Bosáková en Something Different (O něčem jiném, 1963), de Vera Chytilová, que refleja los duros entrenamientos gimnásticos en aparatos y suelo previos a una competición ligados al hastío y desencanto de la deportista, cuyo entrenador maltrata en algún momento verbal y físicamente.
En La impetuosa la protagonista demuestra desde el inicio su rechazo al sometimiento psicológico y de comportamiento social que le impone su prometido en cuanto a forma de hablar, vestir o jugar. Ella no se encuentra a gusto y, a pesar de tener bastante carácter, con él se siente otoñada y anulada, no pudiendo brillar y ganar al golf o al tenis. Curiosa es la escena con aire onírico del partido de tenis donde ella ve muy pequeña su raqueta, muy grande la de su rival o una red de dos metros de alto para evidenciar su angustia e inferioridad al observar la presencia de su novio entre el público. Esa inseguridad va desapareciendo con la llegada del representante de deportistas (Mike) a su vida que, apuesta por su talento para sacar gran tajada, pero que a la vez le hace remontar en seguridad en sí misma. Si bien Cukor o los famosos guionistas apuestan por una historia de tintes feministas, con absoluta presencia femenina, caen en esquemas tradicionales y machistas propios de la época, no dejándola en paz los dos hombres, presionándola y haciéndola crecer no tanto por ella, sino a través de la figura masculina. Aunque estamos hablando de los años 50, una censura que apretaba y todavía quedaba lejos el cine con marcado acento feminista a partir de los 70.
Como curiosidad sí es relevante la inclusión de verdaderas deportistas que competían al golf y al tenis, que acompañan a Katharine Hepburn, lo cual da testimonio de la inclusión del deporte femenino de competición en esos años. Si bien estaban todavía muy lejos de ser tan conocidas como el sector masculino, no llenaban campos, ni estaban tan remuneradas como ellos. Una situación que ha experimentado una transformación en la actualidad, aunque aún queda mucho por hacer.
No podría ser otra que Katharine Hepburn la que interpretara a esta intrépida deportista. Una mujer indomable, adelantada a su tiempo, influyente, segura, autónoma; que no permitía que la industria la fagocitara, que elegía sus papeles y deseó toda su vida ser independiente.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”