Una serie de asesinatos de marcado carácter ritual son el detonante que llevará al doctor Ralph Hayes y su equipo a las orillas del pantano donde se han producido para establecer una investigación psíquica bajo el falso pretexto de ser ‹scouts› en busca de localizaciones para el rodaje de una película. William O. Brown establece en el que sería su segundo y último largometraje el contexto idóneo para servir una pieza de género con ecos de ‹slasher›, si bien no tanto por las características del film en sí, por esa premisa inicial que confinará a un grupo de personajes en una caseta incomunicada cerca del pantano, y por una estructura que, por momentos, bien nos podría retrotraer a uno de los escenarios predilectos del género.
Así, y a través de ese contexto y un componente sobrenatural que se personará desde su primer acto, certificando la índole de esos crímenes, el cineasta compone un film que quizá no explota ese halo inquietante que podría emanar de la condición de un marco idóneo para ello, pero sabe explorar sin embargo una parte discursiva desarrollada a través de sus personajes centrales; y es que si bien los protagonistas de esta The Witchmaker (también conocida como La hechicera de la muerte) no revelan una profundidad que dote del barniz necesario a la propuesta como para generar vínculos con el espectador, cabe destacar una matización mediante diálogos y acciones que los aleja de una planicie que no sólo otorga un componente sugestivo al dibujo trazado en torno a los mismos, también enriquece la mirada temática de un título que no se conforma con tantear los lugares comunes del género e indaga también en una naturaleza a inquirir desde el cuestionamiento que se produce entre esos individuos confinados.
Porque, no nos engañemos, The Witchmaker no evita esas situaciones y pasajes reconocibles para cualquier aficionado, pero aún así logra generar una atmósfera de lo más particular y extraña gracias a la composición de un universo en el que quizá William O. Brown no profundiza, pero emplea para complementar un relato que, sin grandes alardes, es capaz de sentar las bases de un film que manifiesta sus virtudes con una facilidad inusitada; un film imperfecto, en efecto, y con ciertas carencias —como el desarrollo de esa conclusión, interesante desde la praxis, pero un tanto precipitada en su complexión—, cuya entidad no queda, no obstante, viciada por ciertos pecados más atribuibles al, por algún momento, laxo desarrollo de algunas vicisitudes desaprovechadas, que a un pulso ciertamente correcto, así como al carácter de imágenes capaces de desatar la esencia del género.
Todo ello sin necesidad de recurrir a referentes que perfectamente podrían encajar en un título como The Witchmaker —esa crónica y algunas de sus características bien podrían invocar el germen de la Hammer, pero el cineasta huye tanto del habitual componente erótico reproducido por la productora británica como de esos fastuosos escenarios que no pocos autores reproducían casi como propiedad inexpugnable de la mítica compañía británica—, pero que son desechados en pos de un sello propio al que, sí, se le pueden realizar achaques, pero no pierden ni por un momento el aroma de una propuesta de lo más particular; una propuesta que no se encontrará entre los grandes títulos del género, pero como mínimo arroja una óptica divergente desde la que continuar explorando un terreno que habría merecido mejor suerte en general por lo sugerente de todo aquello que puede proponer un panorama donde el satanismo, los ritos y los asesinatos se personen, pero pocas veces han encontrado un recoveco lo suficientemente atrayente que es aquello que, en efecto, sí consigue explotar The Witchmaker.
Larga vida a la nueva carne.