Algunos no nos hemos enterado nunca, a dos pasos siempre hemos tenido acceso a un médico que podía solucionar mejor o peor hasta el más mínimo problema. Siguen existiendo esos lugares en los que tener acceso a la sanidad es pura utopía, un sueño inalcanzable hijo de aquellos tiempos en los que mi abuelo prestaba el macho para que un médico se moviese entre distintos pueblos de montaña para asistir de algún modo a sus habitantes (tras hacer cola). Si la gravedad no acompañaba al enfermo, igual podía esperar a su llegada.
Para un colegio siempre hubo la excusa de la falta de niños que lo llenasen en zonas apartadas o poco pobladas, pero ¿y para el médico de familia? La excusa se transforma en ingresos, censos o, cinéfilamente hablando, poco interés por parte de los colegiados por el aire puro y la tranquilidad. Como cada tiempo se recoge en una película esa incierta llegada de un urbanita al fin del mundo para tratar con recelo a los habitantes del lugar (hombres o animales, que todos tienen derecho), no podemos olvidarnos de una de las comedias por excelencia del cine canadiense, que ya cuenta con varias relecturas en otros países, como es La gran seducción de Jean-François Pouliot.
Como si el espíritu de Jean-Pierre Jeunet hubiese invadido los sueños del protagonista de esta historia, la película comienza emulando la felicidad de un pueblo pesquero lleno de amantes del trabajo bien hecho, con todas las dobles interpretaciones posibles. Pero este es solo un recuerdo pasado que nos lleva a una de esas crudas realidades que hacen que el médico del pueblo no exista.
En Sainte-Marie-La-Mauderne no hay trabajo, no hay ingresos y, por tanto, no hay forma de conseguir que un médico quiera vivir en un lugar así, por lo que ante la propuesta de construir una nueva fábrica en esta pequeña isla con la condición de tener un médico permanente, todos sus habitantes están dispuestos a hacer el pequeñísimo esfuerzo de idealizar su hogar.
Enfatizando en el ambiente de pueblo pescador abandonado, casi podemos oler el salitre entre las abandonadas redes de pesca para disfrutar de la compañía de un motón de hombres rudos y de vuelta de todo que encuentran una nueva ilusión en convencer a un único hombre de lo magnífico que es el pueblo para vivir allí. Así se convierten en una bandada de peces que se mueve al unísono para agradar a ese doctor (David Boutin es un plagio físico del mítico Christopher Lambert de Los inmortales) al que se van a adaptar en cada uno de sus pequeños placeres vitales.
Promoviendo este concepto de realidad impostada se generan situaciones cómicas y peliagudas, además del esperado momento de reflexión ante la farsa, con mucha más blancura que Bienvenido, Míster Marshall, cierto, pero sobrevolando la picardía en todo momento, cuando la seducción no viene con sobornos físicos o monetarios, sino que enfatiza la buena vida, ese lugar idílico que, alejado de las comodidades de cualquier gran ciudad, nos descubre que hay un sitio concreto donde disfrutar de la buena vida y encajar a la perfección. Incluso una vez descubierto el pastel.
Como sigue siendo un misterio esto de la repoblación de pueblos desolados, la incorporación de servicios básicos en lugares pequeños o la apreciación de lo mínimo como un lujo al alcance de nuestras manos, seguiremos divisando en el horizonte montones de guiones tragicómicos explotando el tema, pero siempre quedará para el recuerdo esta La gran seducción y sus acomodadas mentiras fácilmente justificables.