La alternativa | La familia (Ettore Scola)

Crónica política del desamor

Cuando el insigne director italiano Ettore Scola abordó un proyecto como La familia, ya en la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, su brillante trayectoria cinematográfica de la setentera década precedente ya había asentado un legado cinematográfico de incuestionable calidad, que se construía sobre una mirada y una sensibilidad socio-políticas radicalmente marcada por las convicciones personales del creador. Scola era un hombre profundamente asido a un ideario político que aspiró a transformar genuinamente nuestras sociedades. Y en consonancia, como si de una suerte de trágica representación del desarrollo real de los acontecimientos se tratase, su legado artístico conjunto se presenta ante la audiencia del siglo XXI como un incuestionable testimonio del fracaso casi completo de aquellos propósitos.

Si en Una mujer y tres hombres (1974) —aquí es imprescindible recuperar el título elegido por Scola, C’eravamo tanto amati— ya enarboló una crónica sentimental muy amarga de la evolución socio-política italiana, desde el idealismo antifascista de los años de la guerra, por las décadas del boom económico italiano y unos estados de pensamiento en degradación hasta la vacuidad más desesperanzadora —y con esa secuencia memorable en los alrededores de la Fontana de Trevi, con los mismísimos Federico Fellini y Marcello Mastroiani en pantalla, certificando el final de una gran ilusión, tal y como fue precisamente La dolce vita—, o en Brutos, sucios y malos (1976), reconocida con la mejor dirección en el Festival de Cannes, otra vez con un inconmensurable Nino Manfredi (Giacinto), nos contaba sobre la miseria material y moral más desoladora de una familia chabolista de los arrabales romanos, en esta ocasión Scola profundiza en los pilares sociológicos y emocionales de la esencial institución familiar a lo largo de setenta años del siglo XX.

En unas tonalidades sepia que colorean oportunamente este recorrido por varias generaciones de una estirpe acomodada y burguesa, el tono naturalista, cercano y enemigo de cualquier grandilocuencia, tan idiosincrático del director italiano, confronta esta película con otra mítica saga del Cine italiano, como la “viscontiana” y glamurosa El gatopardo y a mí particularmente, salvando todas las distancias temáticas y formales, también me recuerda en su melancólico discurrir a otro film ciertamente maravilloso, el muy “chejoviano” Ojos negros, que coincide en su año de producción con la que nos ocupa. Pero retornando específicamente a las esencias del discurso artístico de Scola, a ese deseo de aprehensión delicada y humanista de la influencia política en los pasajes cotidianos de la existencia que habita en sus anteriores films ya mencionados y alcanza su máxima expresión en esa película excepcional en torno a Gabriel (Mastroianni, de nuevo) y Antonietta (Sofia Loren), una mujer y un hombre desconocidos y antagónicos que comparten Una jornada particular (1977), mientras toda Roma ha salido a la calle para vitorear a Adolf Hitler, en este nuevo ejercicio testimonial de la evolución de la sociedad de su país, el punto de mira resulta especialmente enfocado hacia la pasión amorosa derrotada.

Porque dentro de la coralidad que se impone en el relato de las peripecias de esta familia, emerge como un pilar fundamental la historia de amor imposible entre Carlo (Vittorio Gassman, a lo largo de su madurez y vejez, en una magnífico trabajo actoral), el protagonista y narrador por medio de una conmovedora voz superpuesta, y Adriana (fantástica Fanny Ardant), la hermana de su esposa Beatrice (Stefania Sandrelli).

Arranca el film en los albores del siglo pasado con un recorrido de cámara acompasado y detallista por el pasillo y las estancias del apartamento señorial, que se va a erigir a lo largo de la narración en un personaje más, expresivo símbolo del vínculo consanguíneo de sus moradores, hasta llegar al salón principal donde el padre, la madre, los primos, tíos y las tres tías solteras del bebé Carlo, posen para una fotografía que conmemore su nacimiento. Pronto llegará Giulio (Carlo Dapporto), el vástago menor, aquel al que el padre señaló como más débil, al que su hermano mayor debía proteger siempre. Entre discusiones políticas sobre las posibles estrategias que harán triunfar al comunismo en Europa con el primo Luca, que en un cierto pasaje de la narración conoceremos que murió en España en 1937, o las rencillas cotidianas de las arquetípicas tías piadosas, el joven Carlo va desarrollando su carrera como profesor de italiano. Durante sus clases conocerá a la mujer que se quedó, con la que tuvo dos hijos el alocado Paolino, y la muy inteligente Madalenna —que, por cierto, inaugurará en la familia el fenómeno del temido divorcio, precisamente respecto al hombre por el que dejó sus estudios universitarios para gran disgusto de su padre—. Y también a la que al final siempre terminará marchándose. Una mujer decidida a llevar a buen término su carrera como concertista en París, que desde mi punto de vista introduce un meritorio debate sociológico sobre el deseo de autonomía, independencia y éxito de las mujeres en aquellos tiempos, que siempre termina enfrentándola con ese aciago destino de esposa amantísima al que su unión con Carlo la hubiese condenado. Considero que es esta la razón por la que siempre se va. En todo caso, Scola recupera con obstinación el deambular cinematográfico con el que inauguró la película para compartimentar en su narración cada uno de los puntos de inflexión en la relación entre Adriana y Carlo, que siempre terminan a modo de expresiva repetición con una llamada a un taxi a la calle Emiliano Scipione, 45, y con una dramática escena de despedida en el rellano de la escalera de tan insigne vivienda —y cobrarán toda su dramática expresión en el penúltimo reencuentro tras la muerte de Beatrice—.

Por supuesto, conoceremos de las pequeñas historias de los sucesivos descendientes del clan, donde caben tanto los desplantes de una joven sobrina atraída por los nuevos modos de vida del ideario ‹hippie›, como los recurrentes problemas financieros del siempre denostado tío Giulio, hasta alcanzar una conclusión en la que Scola consigue condensar la melancolía inherente al inexorable paso del tiempo. La enésima reunión en la casa familiar, ejerciendo el nieto como maestro de la puerta, nos lleva a contemplar la llegada de todos los hombres y mujeres de esta estirpe, mientras resuena en nuestros ruidos esa recurrente cantinela: «¡Ciao Carletto!». Unos minutos antes de la fotografía definitiva que ahora homenajea el ochenta cumpleaños del patriarca solitario, con la que el contador Scola recupera el principio para cerrar un círculo existencial de emocionante calado, Carlo y Giulio mantendrán una conversación inolvidable sobre la genuina naturaleza de su recíproco afecto, en torno a una obra del segundo que nunca vio la luz por la negativa valoración del primero, Diario íntimo de un fracasado. Un último epítome, cargado del mas vitalista sentido del humor, que no podemos olvidar, recorre de cabo a rabo los entresijos del drama vital, como antesala para rubricar esa estampa de despedida, repleta de juventud y renovada infancia, con la que Scola culmina otra película deliciosamente humanista.

En definitiva, este hermoso film en particular, valorado desde el conjunto de su obra, reivindica a Ettore Scola como un brillante continuador en la modernidad de la gloriosa tradición neorrealista italiana, y como un lúcido analista de las pasiones humanas en sus inseparables contextos históricos. Todo un maestro.

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