El malvado brujo Lodac (Basil Rathbone) secuestra a la hija del rey, la princesa Helene (Anne Helm), como represalia por la muerte de su hermana. El aparentemente valeroso Sir Branton (Liam Sullivan) se ofrece voluntario para ir en su busca y salvarla antes de ser devorada por un dragón. Y, de paso, conseguir su mano, como ha prometido el rey a quien lo logre. Esta premisa argumental tan típica tiene en La espada mágica (The Magic Sword, 1962) de Bert I. Gordon su cara opuesta, su lado inesperado, con la intervención de George (Gary Lockwood), el hijo adoptivo de la peculiar hechicera Sybil (Estelle Winwood). Enamorado de la princesa, hará caso omiso de sus reticencias para intervenir y aprovecha un despiste para robar la espada que da título a la película, el escudo, la armadura y el caballo que le promete su madre serán suyos cuando cumpla veintiún años.
Lejos de aproximaciones serias y de la gravedad o grandilocuencia heroica de títulos del subgénero de espada y brujería como Excalibur (John Boorman, 1981) o Conan, el Bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1982), nos encontramos ante una propuesta de tono autoconsciente e irónico, con una carga de humor que desmonta las expectativas y refuerza unos valores de producción de desvergonzada serie b y decorados de cartón piedra —hasta aparece la mítica actriz Maila Nurmi (Vampira) caracterizada como desagradable bruja con un maquillaje exagerado, que representa a la perfección el cliché—. Esta limitación de medios no es óbice para que el filme haga un uso ingenioso de los efectos especiales, como en la creación del dragón, o de la iluminación en la guarida de Sybil, donde su utilización expresiva del color rojo le proporciona una atmósfera extraña y mágica. La torpeza de la hechicera, su rivalidad con Lodac y sus diálogos cómicos podrían salir de un episodio de Embrujada (Bewitched, Sol Saks, 1964) y la estructura del relato está inspirada claramente en la leyenda de San Jorge y el dragón. Aunque como referente cinematográfico más inmediato y reconocible podría evocar a la coetánea Simbad y la princesa (The 7th Voyage of Sinbad, Nathan Juran, 1958).
Aquí nada es lo que parece y tanto las intenciones ocultas como las torpezas o los accidentes determinan el progreso de la aventura. La reacción de Sir Branton al ver cómo George se suma a su misión junto a seis caballeros resucitados de distintas nacionalidades —cuyos estereotipos, acentos y actitudes se satirizan con bastante jocosidad—, ya presagia lo que será el transcurso de las siete maldiciones a las que tendrán que enfrentarse en el camino al castillo del brujo. Un ogro, ciénagas de ácido, radiación, espectros en una cueva sin salida… La cinta alterna sus peripecias con el fracasado intento de Sybil de ayudar a George en la distancia y las tentativas de huida de la princesa, que siempre acaban mal. La traición de Sir Branton actuando contra sus compañeros de filas en su viaje acaba por desvelar su verdadera naturaleza: tiene un acuerdo con Lodac para quedarse con la princesa a cambio de un poderoso anillo del que está en posesión. Esta subversión de los valores del arquetipo del héroe y de los mecanismos de las historias de fantasía medieval dejan al inexperto George en la posición de ser el auténtico paladín, aunque se vea despojado de sus poderes o no tenga la experiencia que se espera.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.