Un cuerpo, aparentemente sin vida, es recogido en un parque y trasladado, una vez determinada su condición, a la morgue; allí, sin embargo, el espectador descubrirá a través de la voz en off del protagonista, que ese cuerpo, pese a no presentar funciones vitales, continúa alojando actividad en su interior. A partir de ese instante, Aldo Lado —autor de otras obras reconocidas como Violación en el último tren de la noche— establecerá el ‹flashback› como herramienta articular de un film en el que tanto la ya citada morgue como la ciudad de Praga se transformarán en sus dos escenarios centrales. Una vuelta sobre sus pasos del protagonista que servirá, por un lado, para intentar indagar en los recovecos de su cerebro para esclarecer cual es la causa de su situación actual y, por el otro, para continuar manteniendo activa una mente que es el único órgano que lo sostiene con vida.
La corta noche de las muñecas de cristal se alza como un film donde ese horror esotérico tan en boga en los 70 —quizá espoleado por el influjo que tendría un título como La semilla del diablo— se entremezcla con una intriga de efluvios ‹giallescos› que se aleja, sin embargo, de algunas de sus constantes esenciales. No hay, pues, truculencia de ningún tipo y, por ende, su carácter violento se reduce en un relato que se aleja de herramientas tan habituales como esos planos subjetivos —aunque sí se nutra, en alguna escena, de los ya tan típicos planos detalle presentes en ese cine— o de elementos ineludibles como los ya icónicos guantes enfundados en cuero o cualquier artefacto punzante presto a desempeñar ese impúdico ensañamiento tan propio del ‹giallo›. Por contra, Lado se centra en un misterio de tintes menos barrocos —con la ya clásica figura del investigador impostado, encarnada en esta ocasión por Gregory Moore, un periodista que iniciará sus pesquisas cuando desaparezca Mira, con quien mantenía una relación— y estructura en cierto modo clásica que esconde en cada uno de sus rincones enigmas azuzantes de los que el espectador va siendo testigo a medida que el protagonista recorre la ciudad checa. Ciudad, por otro lado, que no se establece como epicentro de la narración de modo casual, y es que ese aura que posee la capital europea, constituida por algunos emblemáticos edificios, se entremezcla con la aparente normalidad en que los lugareños transitan sus calles; un aura inquietante que el cineasta italiano acrecenta añadiendo al relato estrambóticos personajes que irán constituyendo la investigación iniciada por Moore. Asímismo, Lado establece mediante el trabajo fotográfico y, en especial, la iluminación, una extensión de ese impenetrable misterio que parece ceñirse sobre las enigmáticas desapariciones que asolan la ciudad, proyectando por momentos haces de luz en el rostro de los personajes que parecen forjar una cierta irrealidad en la que se refleja la intriga desarrollada.
La en parte convención de un aparato narrativo que no se muestra excesivamente complejo —más allá de alguna ruptura ejecutada en su tramo final, cuando más cerca nos hallamos de una resolución que cobrará tintes alucinatorios conectados directamente con la tesitura de Moore—, no desluce ni mucho menos la elocuencia de un ejercicio capaz de modular su tono, especialmente a partir de imágenes con las que el autor de ¿Quién la ha visto morir? demuestra un talento fuera de toda duda. Hecho concretado también en el desasosegante culmen al que La corta noche de las muñecas de cristal se dirige en su último tramo, transfiriendo en un único escenario la desazón necesaria para convertir poco más que un plano cenital del protagonista yaciendo en una camilla, en toda una muestra de como encajar en el más sencillo de los recursos un impropio halo de intranquilidad. También contribuye a delinear la propuesta la partitura de un Ennio Morricone que ya recogía los frutos de sus colaboraciones con Leone e incluso había tenido su primera toma de contacto con el ‹giallo› de la mano de un nombre como el de Dario Argento. La corta noche de las muñecas de cristal se erige a través de parámetros incluso en ocasiones accesorios, como una obra diferencial en su constitución esencial, logrando trabajar con dos espacios tan marcadamente desiguales entre ellos —las calles de Praga, convertidas en el lugar de una búsqueda laberíntica, y la morgue, establecida como el inquietante proyector de un último aliento— y trazar vías colindantes en un género que debe más de lo imaginable a las siempre fértiles tierras (y mentes, más que nunca) italianas.
Larga vida a la nueva carne.