El cinematográfico es uno de esos universos que, por norma general, ha estado estrechamente ligado al literario debido a su condición de arte espejo —es decir, de arte capaz de reflejar o incluso reconstruir con su propio lenguaje otras modalidades artísticas—, algo que se concretó ya desde sus inicios, cuando el propio George Mèlies realizaba sus adaptaciones de autores como Perrault, Swift o Verne y H. G. Wells en la archiconocida Viaje a la luna. En ese contexto (el literario, se entiende), el cuento siempre ha tenido un papel particular mayormente ensalzado por el cine de animación —más por el éxito de productos como los firmados por la factoría Disney, que por la falta de alternativas en el terreno de la ficción no animada— en una aventura que, no obstante, arrancaba en manos del mentado Mèlies. Precisamente el cineasta francés era el primero en adaptar esa Cenicienta de Perrault que este fin de semana vuelve a los cines, y de la que más tarde llegarían las versiones en corto de la Disney y de la cineasta bávara Lotte Reiniger, no sin antes dar paso a un olvidable mediometraje mudo dirigido en 1914 por James Kirkwood. No sería hasta 1950 cuando Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson otorgarían la pieza más conocida hasta día de hoy del clásico de Perrault de la mano de Disney en un largo que no era el primero sobre el cuento del parisino —antes llegaría la prescindible versión soviética no animada dirigida por Nadezhda Kosheverova y Mikhail Shapiro—, pero sí el más aclamado y conocido.
Más de 50 años después de aquel film llega ahora una nueva versión (en carne y hueso) de la mano del tándem formado por Kenneth Branagh y (como no) la compañía Disney, pero de entre los títulos que han quedado en el camino durante todo este tiempo —desde visiones personales hasta segundas partes e incluso versiones de caspa patria con Marisol— cabría rescatar sin lugar a dudas el dirigido por Václav Vorlícek a principios de los 70. En una adaptación libre escrita por Frantisek Pavlícek —más conocido por ser el autor de un film clave en la Nueva ola Checoslovaca (de la que Vorlícek también formaba parte) como Marketa Lazarová— donde el responsable de títulos como la fabulosa Who Killed Jessie? ofrecía una perspectiva un tanto distinta dando cierto continuismo a ideas de versiones anteriores, La cenicienta y el príncipe —conocida también y de modo más acertado como Tres avellanas para Cenicienta— elude en todo momento el musical en que tantas otras obras se habían volcado debido a la sencillez del relato original, y decide trazar un vínculo más bien cercano a ese fantástico que tanto se estiló en Checoslovaquia a raíz de la aparición de la Nueva ola. En ese sentido, resulta paradójico que una de las figuras clave del cuento, el hada madrina, haya desaparecido y sido reemplazada por una lechuza y esas tres avellanas (mágicas) a las que alude el título, pero no es sino consecuente con la interpretación realizada por Vorlícek.
Una interpretación donde, como comentaba, el checo intensifica algunas de las ideas de sus predecesoras, como esa relación con la naturaleza entablada por Disney que aquí ejerce como ente liberador; en este caso, no únicamente la fauna que convive en esa granja con Cenicienta dota de una dimensión totalmente distinta a su universo, también lo logran los pequeños momentos de evasión de la protagonista, como la huida a lomos de su caballo bosque a través —consolidada gracias a esos planos donde el paisaje casi la cerca—, fraguando mediante ellos un tono con el que comprender a la perfección el carácter de la bella muchacha cuya inocente tez contrasta con un carácter mucho más pícaro y descarado de lo que se podría presumir en un principio. De ahí, precisamente, que la decisión tomada por Pavlícek devenga en acierto al fragmentar de forma episódica los encuentros entre Cenicienta y el príncipe, llevándolos en primera instancia a un filtreo que a través de la persecución sobrevendrá un jugueteo ciertamente sexual, para más adelante establecer una especie de predominio que concluirá en un último acto con un principe precipitado ante una figura que cree conocer pero no parece ni poder atisbar.
En ese vínculo inteligentemente establecido predomina la figura de una Cenicienta que, sin perder el rol sumiso dentro de esa granja ante una madrastra que aquí es más cruel que perversa —como una suerte de matriarca marimandona—, sobresale ante un personaje masculino cuyo rol como príncipe se difumina a cada paso —o así parece indicarlo esa lejanía con la monarquía, o la inexistente relación con su persistente tutor—. Libuse Safránková (quien, por cierto, protagonizó lo último de Jirí Menzel, esa The Don Juans que pasó por Gijón) se antoja, de este modo, clave en un papel que se postula más allá de la belleza de la actriz aportando el vigor necesario como para interpretar a una Cenicienta mucho más cercana a nuestros tiempos que a la fecha en la que se rodaría el film. Todo ello, surgido de un guión medido con pulso y querencia por los detalles más personales y distintivos, unido a la magnífica fotografía de tono entre bucólico e ilusorio labor de Josef Illík, capaz de sumergirnos con la misma fuerza entre los árboles de ese bosque como entre los invitados de esa fiesta, hacen de La cenicienta y el príncipe una obra ante la que la dialéctica del propio relato no se detiene, sobre todo gracias al talento de un grupo de cineastas ante los que un concepto poco sentido tenía de no poder ser reimaginado y expandido en un universo sin restricciones.
Larga vida a la nueva carne.