Si hay un elemento al que ha estado estrechamente ligado el cine de terror, ese es el agua, y ya no por toda esa fauna, desde tiburones o cocodrilos a pirañas, pasando por monstruos acuáticos de toda índole —aquí siempre hará servidor un inciso en la muy reivindicable El devorador del océano de Lamberto Bava—, sino por su simple presencia en films clásicos (La mujer pantera de Jacques Tourneur) o modernos (It Follows de David Robert Mitchell), e incluso emergiendo como una suerte de ‹leitmotiv› en productoras como la Fantastic Factory, que encontró la horma de su zapato en dicho elemento a través de distintas propuestas, desde Dagon: La secta del mal a Bajo aguas tranquilas.
Esa confluencia, que en ocasiones ha obtenido una mayor extensión transformando esos fondos marinos o ecosistemas acuáticos en un personaje más, se amplifica en el que hasta ahora es el último largometraje tras las cámaras de Julien Maury y Alexandre Bustillo —si bien este año regresarán con The Soul Eater—, dúo de cineastas franceses que debutaran hace cerca de dos décadas con Al interior y que exploran en su sexto trabajo tras las cámaras un horror que en realidad no deja de ser una concurrencia de tropos y lugares ya conocidos, que aplicando un barniz distinto encuentran formas de lo más sugestivas en esa singular incursión.
En ese sentido, destaca especialmente la elección formal empleada por los cineastas, que rehúyen sumergirse del todo en un terreno como el del ‹found footage›, priorizando de ese modo la función de un plano que las veces sirve para trabajar sobre su tan misteriosa como extraña puesta en escena, así como otorgando al apartado visual una resonancia que funciona como vertebradora de esa lograda atmósfera. Un proceso que, si bien se siente atenazado durante su primera mitad por la presencia de un montaje un tanto apresurado, adquiere una dimensionalidad distinta cuando el film encauza su punto álgido, sabiendo redirigir de este modo algunas secuencias algo menos eficaces de lo que se podría presumir e incluso determinadas imperfecciones que no terminan de tener un peso específico como para que La casa de las profundidades no funcione, por lo menos parcialmente.
Cabe destacar que buena parte de la responsabilidad de que la cinta de Maury y Bustillo consiga llegar a terreno fértil, está en el pragmatismo de una propuesta que, tampoco nos engañemos, no se complica en exceso: al fin y al cabo, los galos asientan las bases de su obra sobre una parcela tan reconocible como es la del sobrenatural provisto por las casas encantadas, y en ese espacio encuentran los asideros necesarios sin tener que recurrir explícitamente a explicaciones redundantes o golpes de efecto. De hecho, no hay mucho más de lo que se atisba en una primera toma de contacto en ese aspecto, y La casa de las profundidades opta por reducir sus posibilidades a la confluencia para con un horror acuático que materialice sus pretensiones.
Ello lo logra gracias a una labor técnica que no solamente realza en más de una ocasión la presencia de unas imágenes tan indescifrables como inquietantes, sino además suministra los estímulos pertinentes para que esa suerte de convergencia entre ficción y ‹found footage›, al que si bien no prioriza, tampoco renuncia en ningún instante, emerja como uno de esos ejercicios de género puro y duro donde la necesidad de tretas o argucias es reemplazada por la funcionalidad de recursos donde lo verdaderamente importante es la inmersión a pleno pulmón en un horror atmosférico lejos de cualquier otra particularidad que pueda socavar un artefacto tan enérgico como sinuoso.
Larga vida a la nueva carne.