Cada vez que hablo con alguien de la película La bici de Ghislain Lambert choco con el mismo obstáculo: resulta casi imposible clasificarla en ningún género. Lo normal en estos casos es recurrir al calificativo de “comedia”; un parche frecuentemente utilizado para referirnos a ciertos productos heterogéneos cuyo único rasgo distintivo es que “hacen reír”. Porque, en efecto, la deliciosa película que Philippe Harel nos regalara hace quince años hace reír, si bien no lo hace por su comicidad, sino más bien por el patetismo de las situaciones que expone; situaciones que esconden, a su vez, un profundo dramatismo. Sea como fuere, esta imposibilidad de clasificación se debe básicamente a sus múltiples facetas y al amplísimo rango temático que abarca. Y de entre las muchas cosas que hacen de La bici de Ghislain Lambert una película excepcional, esta es una de las dos esenciales.
El número de veces que llega a cambiar de registro es francamente sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que cualquiera de los caminos que la película toma de forma provisional podría ser el motor argumental de cualquier producto convencional. Por ejemplo, inicialmente parece que nos encontremos ante una historia de superación; con un planteamiento que bien podría llenar sin problemas toda la cinta… sin embargo, de repente nos descubrimos visionando una efectivísima comedia de situaciones, protagonizada por dos brillantes personajes y ejecutada mediante una excelente combinación de realismo y delirio; recurso que el director también desecha sin problemas (tomando antes sus mejores jugos) para centrase en la solitaria carrera de su protagonista, recurriendo esta vez al drama del “jinete solitario”. Todas ellas son secuencias brillantes, que Philippe Harel presenta con agilidad y eficacia y que no impiden a la película conservar un estilo propio.
La otra virtud que tiene este fantástico trabajo es la de lograr hacer interesante la historia de un personaje que jamás alcanzó su meta. Pues en realidad, esta película nos presenta a un tipo absolutamente común, sin virtudes excepcionales ni defectos que lo condujeran a ser un marginado social. A ratos bueno y a ratos malo, ni sobresaliente ni inútil por completo, Ghislain Lambert es una persona cuya ambición no conduce a ninguna parte. Alguien que nos recuerda que, más allá del manido refrán «quien la sigue la consigue» o los engañosos tópicos según los cuales «hay que luchar por los sueños», existen casos como el de dicho personaje, raramente retratados en la gran pantalla y a menudo mucho más interesantes que ciertos perseguidores del sueño americano. Vamos, casos de personas que no obtuvieron ninguna victoria a pesar de su lucha constante; pero cuyas vivencias están plagadas de detalles y experiencias harto interesantes.
Estas son las dos grandes virtudes que hacen de La bicicleta de Ghislain Lambert una película, además de única, absolutamente disconformista; no solamente por el tipo de personaje que presenta, sino también por poner en duda los cánones básicos del esquema clásico: estamos ante un film que huye de las etiquetas genéricas para desarrollar una historia sin ningún tipo de gancho comercial, que se traduce en un brillante ejercicio de autoría, reflexión y, por encima de todo, cine.