Este fin de semana ha aterrizado en las pantallas de cine españolas Fury, cinta que presenta el aliciente de contar con un rimbombante elenco protagonista encabezado por la estrella Brad Pitt y que igualmente supone una seductora propuesta con olor a ese cine clásico enmarcado en el género bélico que tantas alegrías ha ofrecido a los aficionados a las películas que toman como referencia las historias, misiones y batallas disputadas en los fascinantes y psicológicos terrenos de la II Guerra Mundial. La obra dirigida por David Ayer centra su mirada en las peripecias vividas por una pequeña brigada tanquista perteneciente al ejército estadounidense en los últimos días de la II Guerra Mundial, esbozando con un tono que aúna espectáculo visual con radiografía psicológica tanto el miedo, el heroísmo como esos mortíferos obstáculos a los que debieron hacer frente los ocupantes de los letales tanques yankees que permitieron agilizar el triunfo del bando aliado frente a la desesperación inserta en los soldados pertenecientes al ejército nazi.
Como alternativa a este interesante estreno, hemos decidido reseñar una de las películas bélicas que mejor han sabido impresionar la soledad, la amenaza latente presente en cada rincón del campo de batalla, pero también la inutilidad de la guerra al igual que esos choques emocionales que habitan y surgen repentinamente en los asfixiantes espacios interiores de esa temible arma de destrucción masiva que conforman los tanques de guerra cuando la vida de los integrantes de los mismos atraviesa un claro peligro de ser amputada. Se trata de la injustamente olvidada en los últimos tiempos La bestia de la guerra, segundo largometraje dirigido por el texano y antigua promesa del cine americano Kevin Reynolds, cineasta poseedor de una competente técnica que cayó en desgracia tras haber participado en esa obra desfasada de mortíferas consecuencias para todos los que contribuyeron en su producción como fue el autoproclamado mayor fracaso comercial del cine de los noventa: Waterworld.
La película focaliza su trama en un campo de batalla ciertamente llamativo como fue la guerra de Afganistán que enfrentó al Ejército Rojo contra los orígenes que traerían consigo más adelante el movimiento sectario talibán, un enemigo aparentemente inferior desde el punto de vista tecnológico pero que fue armado y entrenado por la inteligencia estadounidense con objeto de quebrantar la misión bélica en la que se hallaba inmerso el gran adversario americano en plena vigencia de la Guerra Fría. Así, el protagonismo del film será sustentado por una brigada del ejército soviético cuyo tanque se perderá en el fragor de la batalla en un inhóspito y amenazador desierto, hecho que desatará una quimérica lucha por la supervivencia llevada a cabo por parte de cada uno de los moradores del citado tanque, ante el hostigamiento que sufrirá el mismo a manos de una misteriosa y casi invisible partida de rebeldes afganos capitaneados por el enigmático Khan Taj (talibán que adopta el rostro del sex symbol de los ochenta Steven Bauer), que a base de una estrategia militar consistente en colocar peligrosas trampas a lo largo del viaje a ninguna parte del blindado logrará minar y alterar la estabilidad emocional de los soldados que lo componen, aprovechándose para ello del panorama alucinógeno y asfixiante que desprende el árido hábitat del desierto.
El hecho de tomar como partida argumental un escenario muy propicio para verter cierta demagogia anticomunista muy característica en aquellas fechas gracias a la política ejercida desde la Casa Blanca durante los años de gobierno desempeñados por Ronald Reagan, y por ende un contexto muy favorable para lanzar un grito de exaltación patriótica americana retratando como héroes de la sinopsis a los rebeldes afganos (vaya paradoja que diría aquél), podría hacer pensar que La bestia de la guerra forma parte de esas obras moldeadas a lo largo de la década de los ochenta que hacían descansar sus cimientos en los esquemas del cine de acción «exploitation» de escaso intelecto y copiosa testosterona. Pero nada más lejos de la realidad, puesto que la cinta realizada por el autor de Fandango se erige como una «rara avis» del cine de entretenimiento estadounidense originario de aquella era, alzándose como una película de un tono muy atractivo desde el punto de vista psicológico en el que la introspección, la heterodoxia en la que habrá cabida incluso para ciertos guiños oníricos de influencia surrealista y la reflexión acerca de las miserias y espantos emanados de todo conflicto bélico (con independencia de sus protagonistas) acabarán conquistando el envoltorio filosofal y conceptual del film.
En este sentido, la cinta arranca con una pequeña cita del novelista británico Rudyard Kipling que reza ‹Cuanto estés herido en las llanuras de Afganistán y las mujeres acudan a arrancarte tus ojos, coge tu rifle, sáltate tus sesos y dirígete hacia tu dios como un soldado›. Este hecho, ya de por sí extraño en una cinta aparentemente destinada al efímero entretenimiento, dará paso a una inquietante y feroz escena bélica en la que observaremos en plena acción al comando soviético protagonista de la cinta machacando una aldea afgana pintando una auténtica carnicería. Durante el furor de la guerra uno de los tanques que tutela el ataque del comando soviético será destruido, mientras que el otro logrará escapar perdiéndose en la inmensidad del desierto. Este primer impacto de hemoglobina, filmado con un gran talento por Reynolds, dará paso a continuación al detallado dibujo de la personalidad de los integrantes del tanque, siendo especialmente sugerente el bosquejo antagónico de los dos intérpretes que liderarán la trama: el despótico, violento, avispado e inhumano comandante Daskal (interpretado por un casi irreconocible George Dzundza) y el inexperto, bondadoso, crítico y clemente Konstantin Koverchenko (soldado que ostentará el rostro de otro sex symbol que habitaba las carpetas de las bellas adolescentes de los ochenta como fue Jason Patric).
A partir de este punto, la cinta trazará el inquietante itinerario protagonizado por el tanque perdido guiado por un paranoico y racista Daskal que tomará como reto personal localizar al comando de rebeldes afganos que ejecutó a sus compañeros en la batalla inicial aunque ello le lleve a entablar encarnizados enfrentamientos con el resto de sus compañeros de habitáculo. Sin embargo esta partida inicial mutará en un terrorífico éxodo de atmósfera dantesca donde el cazador se convertirá en una fácil presa de un enemigo que suple su falta de tecnología con inteligencia y adaptación a un entorno hostil solo apto para que el surgimiento de la locura. Y es que el odio y el deseo de venganza serán armas mucho más perversas y exterminadoras que más de mil máquinas diseñadas para sustraer la vida de nuestros semejantes.
La cinta combina a la perfección unas buenas dosis de acción y unas escenas bélicas perfectamente ejecutadas con un embalaje marcado por un atrayente cosmos gótico más cercano por tanto a ese cine de terror psicológico que abraza los escenarios opresores y amenazantes con objeto de inquietar al espectador. De este modo, Reynolds da señales de su portentoso talento para narrar historias colmadas de suspense y aventura, adornando pues su criatura con algunas secuencias sumamente espectaculares (como esa escena de asalto inicial que se encuentra entre lo mejor jamás filmado por este autor), pero jugando sus cartas preferentes en un pormenorizado bosquejo psicológico de sus personajes para demostrar que el enemigo se halla presente en terrenos mucho más próximos de lo que podemos llegar a pensar. El texano sorprende a propios y extraños derramando un singular lirismo en el que renunciará a impactar al espectador con secuencias adornadas por la sangre y vísceras de los protagonistas, dejando que sean las referencias oníricas y también espectrales las que consigan seducir al público a través del excepcional recurso de la sugerencia.
Y es que La bestia de la guerra ampara sus virtudes en una narración atrevida, trepidante y muy entretenida, que huye de todo símbolo explícito para captar la atención mediante una poesía basada en la intriga, permitiendo así al espectador sacar sus propias conclusiones. Y estas disposiciones serán sin duda que la guerra aparece como un ente abominable fabricante de monstruos incontrolables que devoran todo símbolo de humanidad ante la ceguera humana excitada por el odio y el aroma de la venganza y la muerte. Sin ser una obra maestra, si que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que esta joya oculta del cine bélico de los ochenta constituye un producto más que interesante que demuestra que la inteligencia, el suspense y la insinuación son las mejores armas para evitar que el paso del tiempo erosione el resultado final de una obra pretérita.
Todo modo de amor al cine.