Hay pocos enfrentamientos que hayan llegado a tener el mismo aura que los suscitados entre Estados Unidos y Japón durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los nipones decidieron bombardear por sorpresa la base de Pearl Harbor durante la lucha por el control del Pacífico, y más adelante planearían un nuevo ataque, en esta ocasión a la isla de Midway, que culminaría en victoria de los americanos tras la debacle acontecida en el puerto de la isla hawaiana de Oahu. Ambos acontecimientos han dejado distintas versiones cinematográficas, siendo quizá las más conocidas las dirigidas por Michael Bay en 2001 con Pearl Harbor y aquella Tora! Tora! Tora! que realizarían a seis manos dos cineastas de sobra conocidos como Richard Fleischer y Kinji Fukasaku, junto a Toshio Masuda. Llama la atención, pues, que la victoria estadounidense ante el ataque a Midway haya sido la que menos revisiones ha acarreado —llegando ahora a la cartelera de la mano de Roland Emmerich con su Midway—, aunque más particular resulta que la primera pieza al respecto fuese un documental propagandístico de la mano del mismísimo John Ford justo el mismo año que se sucedió el enfrentamiento; un detalle que bien pudiera acaecer a modo de mero apunte, si no fuese por el hecho de que el primer acercamiento de ficción realizado bajo bandera americana, dirigido por Jack Smight —autor de títulos como Harper, investigador privado o, dos años antes del título que nos ocupa, de la cinta de catástrofes Aeropuerto 75—, contemplaba entre su metraje algunos cortes de imágenes rodados durante la propia batalla, un recurso que no hace sino conferir cierto verismo a un film que, si bien busca en la ficción un mecanismo desde el que poder armar un discurso propio, en ningún momento pierde la perspectiva acerca de los hechos que está narrando y su procedencia.
Escrita por Donald S. Sanford, un ex-marine que más tarde se convertiría en guionista televisivo y cinematográfico —de hecho, su especialidad fueron, más allá de las series, los films ambientados en la IIGM como la británica Submarino X-1 o Escuadrón mosquito, dirigida por Boris Sagal a finales de los 60—, y encabezada por un magnífico reparto donde destacaban rostros como los de Charlton Heston —precisamente, protagonista en Aeropuerto 75—, un ya mayor Henry Fonda o Glenn Ford —por no hablar del elenco de secundarios, algunos con aportaciones casi testimoniales como Robert Mitchum, Toshiro Mifune o James Coburn—, La batalla de Midway se distingue entre dos tramos claramente diferenciados: el primero, donde se intuye precisamente la procedencia y devoción del autor de su libreto por el género, destacando un primer segmento en el que la estrategia y el vaivén administrativo se extienden en pantalla sin necesidad de por ello restar interés a una crónica que sabe sostener a la perfección su carácter, el de relato pormenorizado de un acontecimiento a través del que poder reflexionar más que celebrar una victoria esencial. Y es que aquello que podría ser empleado como percutor argumental (la derrota en Pearl Harbor), es llevado a un terreno desde el cual comprender las circunstancias suscitadas por el revés sufrido, extendiendo la pérdida a algo más que una nación, también a quienes intentaban convivir en la misma —algo que se refleja a la perfección en la subtrama del hijo del Capitán Garth (un cumplidor Charlton Heston), que se aleja de la coartada emocional para indagar en la hostilidad y desconfianza suscitada tras el ataque nipón—. De este modo, La batalla de Midway no se alza como un ejercicio patriótico al que tan (mal)acostumbrados nos tiene el cine norteamericano cada vez que recurre a sus grandes victorias para ensalzar, una vez más, la virtud y fraternidad existente en el país de las barras y las estrellas; es más, incluso reconoce las fallas del propio conflicto desde la fortuna que disponen los no pocos elementos (internos o externos) que suelen participar en una disputa de estas características —hecho evidenciado, en especial, a través del acertado personaje al que da vida un pragmático Henry Fonda—.
La cohesión y pulso que transmite Smight durante la primera hora de La batalla de Midway, no encuentra sin embargo su reflejo en la contienda bélica que se expondrá en el segundo bloque. En la consecución de las distintas secuencias donde el de Minessota plasma ese enfrentamiento con la ayuda de ese metraje sustraído del mismo combate, nos encontramos ante una particular disyuntiva: mientras la autenticidad que ofrecen al film dichas imágenes —así como la recrudecida representación que realiza en no pocas ocasiones el cineasta—, proveen una extraña fuerza y brío a la encarnizada batalla, el hecho de que funcionen como injertos dentro de la ficción socava una continuidad que, por momentos, resta precisamente esas virtudes al conjunto. No es que el hecho de incorporar estampas ajenas desvirtúe el interesante trabajo de Smight —si bien, en ocasiones, queda encorsetado bajo el exceso de datos y detalles con que Sanford provee a su libreto—, más bien que no se logra la misma solidez que sí se podía entrever en su tramo inicial.
Ello no es óbice para desdeñar un ejercicio que se aleja en gran medida de la propaganda americana creada por muchos de los grandes estudios —e incluso en piezas provenientes de autores contrastados—, y que sostiene con acierto sus propias conclusiones desestimando que el resultado de conflictos como los sucedidos en el Pacífico —primero en Pearl Harbor, más tarde en Midway— fuesen simplemente derrotas o victorias en las que escudarse para comprender la naturaleza de a saber qué. Un vicio demasiado común en una cinematografía capaz de otorgar grandes títulos al cine bélico, aunque no siempre con la capacidad que posee esta La batalla de Midway para sostener su reflexión en torno al conflicto.
Larga vida a la nueva carne.