Siento una especial fascinación por la labor impagable desempeñada por los competentes sanitarios. En un mundo movido por epidemias tan nocivas como la avaricia, la envidia, la ambición desmedida y el odio hacia el prójimo, los médicos y enfermeras que ejercen su desempeño con pasión y entrega bajo estrictas condiciones laborables se elevan como ese último resquicio de humanismo y esperanza en un ser humano contagiado por dolencias más propias del alma que del organismo. Y el cine no podía dejar pasar la oportunidad para erigirse como un instrumento apropiado para homenajear la misión inestimable practicada por estos profesionales que tanta admiración despiertan en todos aquellos que hemos observado en primera persona su quehacer diario.
En este sentido son muchas las obras que han radiografiado tanto la superficie como el fondo ligado a la ocupación médica. Algunas basando su argumento en una visión muy humanista de la medicina, siendo claros ejemplos La ciudadela de King Vidor o Barbarroja de Akira Kurosawa. Otras partiendo de tramas claramente satíricas para verter a partir de estas una intensa y poderosa denuncia social o política como las imprescindibles M.A,S,H. de Robert Altman o Doctor Akagi de Shôhei Imamura. Y otras que se apoyaban en la labor de sus protagonistas para tejer intensos melodramas como No serás un extraño de Stanley Kramer o el Recuerda de Alfred Hitchcock.
Sin embargo fueron los biopics de eminentes representantes de la medicina el medio empleado por el viejo Hollywood para construir unas obras cinematográficas que detentaban en su espíritu intenciones abiertamente formativas. Así, estas películas no solo hacían gala de unos ricos y entretenidos ingredientes, precisos para atraer al gran público a los teatros de exhibición, sino que del mismo modo contenían una vigorosa reivindicación que señalaban valores tan humanistas como el sacrificio, el esfuerzo, el coraje y la lucha contra el puritanismo y la moralidad como los motores que permitieron el avance de la sociedad concediendo al ser humano una luz que disparaba contra ese mundo colmado de oscuridad, superstición y sombras, dando lugar pues a esos signos de esperanza necesarios para salvar cualquier obstáculo que se presente siempre que nos enfrentemos al mismo con vigor y valentía.
Partiendo de este esquema narrativo clásico, el alemán William Dieterle —uno de esos autores que tuvieron que exiliarse en los EEUU ante la irrupción del nacionalsocialismo en el período de entreguerras— fue el encargado de llevar a cabo el biopic de un bacteriólogo alemán ganador del Premio Nobel de medicina en 1908 por sus trabajos relacionados con la química inmunológica. Cuando rodó La bala mágica, Dieterle había alcanzado cierto prestigio en el frívolo mundillo de Hollywood gracias a su estilo muy sobrio y elegante, herencia directa de ese expresionismo del que mamó sus principales dogmas en su país natal. Un estilo plagado de claroscuros que derritió con mucho talento en esas primarias muestras de cine negro que forjaron la leyenda del noir americano. Pero si hubo un género que curtió la peculiar prosa del autor germano este fue sin duda el biopic. Y es que Dieterle conocía muy bien el terreno en el que se movía cuando le propusieron dirigir La bala mágica, ya que años antes había rubricado con excelentes resultados el biopic de otro insigne científico como Pasteur en la aclamada La tragedia de Louis Pasteur, tocando parcialmente la biografía de emblemáticos personajes en sus exitosas La vida de Emile Zola y Juarez.
A la capacidad innata de Dieterle para diseccionar de forma muy didáctica y entretenida los diversos avatares a los que se enfrentaban sus personajes en la vida real, hay que añadir los excelentes nombres que acompañaron al europeo en esta producción Warner Bros. Así, en el guión nos encontramos con un principiante John Huston en sus primeros pasos como guionista en la compañía del triángulo. Del mismo modo el responsable de componer la banda sonora fue el no menos mítico Max Steiner quien aporta una melodía apropiada y envolvente que ayuda a engalanar el global de la obra. Finalmente resulta reconocible la grafía distintiva y magnética de James Wong Howe como director de fotografía. Una fotografía tenebrosa y expresionista, que apuesta por el empleo de más sombras que luces, sutilmente refinada gracias a unos portentosos travellings así como a unos hipnóticos encuadres que se adaptan a la perfección a esos fundidos y sobreimpresiones aplicadas para dar ritmo, a través del montaje, a una narración que sin el preciso manejo de unas soberbias elipsis hubiera caído en terrenos demasiado farragosos.
La película se divide en dos episodios diferenciados. Capítulos que remarcan los dos principales logros obtenidos por el honorable Paul Ehrlich. Un doctor que adoptará el rostro y la figura de Edward G. Robinson (quien realiza uno de los mejores papeles de su carrera) en la piel del galeno. A Dieterle le gustaba subvertir los roles habituales para lanzar ciertos estímulos subliminales al público. De este modo no era la primera vez que embutía en la piel de un humanista a un actor especializado en roles criminales más propios de los bajos fondos. Así Emile Zola y Pasteur habían sido interpretados por otro de los gánster de pro del cine estadounidense como Paul Muni, eligiendo en esta ocasión al pequeño César rumano, perfectamente caracterizado y maquillado en el rostro real de Ehrlich, para encarnar al bacteriólogo germano.
En la primera parte del film, Dieterle apuesta por presentar al joven Paul Ehrlich, un médico inquieto e inconformista en su lucha por combatir una epidemia de tuberculosis que está teniendo lugar en Alemania. Dieterle nos introducirá en la personalidad del facultativo protagonista. Un doctor con una visión humanista de la medicina al que le cuesta enfrentarse con la realidad de tener que decir a un paciente infectado por la enfermedad que no existe cura para su mal, en un mal entendido espíritu de complacencia con respecto al prójimo. En este espléndido arranque, Ehrlich exhibirá ese carácter rebelde y tenaz que chocará contra el dogmatismo y la total falta de iniciativa de los dirigentes y demás compañeros del hospital donde trabaja el novato médico, quienes adoptarán la efigie de unos burócratas más preocupados por el cumplimiento del presupuesto y las reglas establecidas que por la curación de los enfermos. Ehrlich en cambio es un outsider. Alguien quien se saltará las normas en aras de la búsqueda de la verdad y de los remedios precisos para obtener la curación de esa enfermedad que asola y devora al cuerpo humano. Igualmente Ehrlich se elevará como un padre de familia y amante esposo al que sus obligaciones laborales impiden manifestar todo el amor que profesa hacia su estirpe. Esta dicotomía entre el amor familiar y la obsesión laboral será una de las líneas que perseguirán al doctor a lo largo de toda su vida, siendo reflejada perfectamente a lo largo del film, de modo que la película se preguntará muy sutilmente si este esfuerzo personal basado en la renuncia a la dicha familiar merece la pena.
Tras una breve descripción humana del personaje, Dieterle pondrá toda la carne en el asador narrando en este primer vector los esfuerzos de Ehrlich por tratar de detectar a través de un colorante la presencia del bacilo de la tuberculosis, mostrando su renuncia al trabajo de campo con pacientes para convertirse en una rata de laboratorio inmerso en una exhausta investigación personal en la que únicamente contará con el apoyo de su colega Behring, otro investigador obsesionado por obtener remedios para quebrar la enfermedad. Así, Ehrlich junto a su amigo Behring, se saltarán los procedimientos del hospital en el que trabajan para acudir a un coloquio médico sobre las investigaciones realizadas por un eminente profesor acerca del bacilo que provoca la tuberculosis. Así, la cinta mostrará acto seguido el despido de Ehrlich del hospital por incumplimiento de las reglas del centro y por tanto su refugio en la investigación del descubrimiento de un colorante que permitía identificar al germen origen de la tuberculosis de forma sencilla a través de la visión microscópica. Asimismo se retratará el carácter obsesivo del protagonista, mostrando también como las principales revelaciones médicas son origen de la observación empírica de casos cotidianos —como esa magnífica escena en la que Ehrlich descubrirá que la mejor forma de destapar un antídoto contra la enfermedad será inyectar poco a poco ese mal en el organismo a modo de anticuerpo gracias a la experiencia de un beduino al que no le afecta el veneno de la picadura de una víbora debido a que había sido mordido en diferentes ocasiones en el pasado, cuya mordedura si que provocó en cambio la muerte de su hijo pequeño—.
Así a través de esta pequeña anécdota, la cinta narrará como Ehrlich descubrió su principal aportación al campo médico: la teoría de la inmunidad de cadena lateral, que indicaba que toxinas inyectadas en un cuerpo sano posibilitaban crear una serie de anticuerpos para combatir la enfermedad de forma natural siempre que se combinara en dosis adecuadas la inyección de enfermedad. A partir de esta teoría, la cinta muestra como Ehrlich luchó contra una epidemia de difteria que estaba esquilmando a la población infantil, poniendo en riesgo su prestigio médico e integridad al experimentar con una vacuna contra la misma desarrollada en su laboratorio que inyectará a 40 niños moribundos en contra de la opinión del director del Hospital, que en base a un criterio de prudencia optará solo probar el supuesto remedio con la mitad de los niños para confirmar la eficacia del tratamiento, dejando morir al resto en base al cumplimiento de las reglas hospitalarias.
La segunda parte del film retrata a un Ehrlich ya galardonado con el Nobel que sigue obsesionado con la investigación química como remedio para las enfermedades infecciosas. En esta línea, esta segunda parte mostrará la lucha emprendida por Ehrlich para lograr un fármaco químico contra la sífilis, una enfermedad considerara como marginal e indecente en la puritana sociedad de principios del siglo XX. La cinta dibujará las vicisitudes físicas y laborales sufridas por el doctor interpretado por G. Robinson, así como su tenacidad, confianza y constancia para lograr sus objetivos junto con el equipo de colaboradores. Un equipo médico que peleará contra un comité presupuestario que cada año intenta aminorar los costes de la investigación emprendida por el galeno. Este capítulo presentará el descubrimiento de esa bala mágica que se denominará 606 en virtud de las 606 pruebas con animales que tuvieron lugar a lo largo de un período de más de quince años hasta tener seguridad de la eficacia del fármaco, así como las reticencias de la sociedad médica acerca de los inventos surgidos de la mente de Ehrlich merced a la desconfianza que los tratamientos de quimioterapia inducían en una profesión aversa a la inyección de químicos en el cuerpo humano.
Pero la división de la cinta en dos bloques muy diferenciados no es óbice para que de la misma surja una moraleja compacta e importante. La de la lucha del individuo y la genialidad contra unos seres tan siniestros y malignos como la propia enfermedad que adoptan la imagen de esos burócratas incapaces de enfrentarse contra lo establecido cuya principal misión consiste por tanto en poner trabas a la investigación simplemente porque la misma se desvía de los fines de maximización de beneficios económicos que dirige cualquier empresa con fines capitalistas. Ante este mal, el remedio a éste adopta el semblante de esa constancia, entrega y dedicación sobrehumana de un médico cuyo entusiasmo y celo alineado simplemente con una derivada humanista exenta de propósitos económicos conseguirá sajar con un solo corte no solo la enfermedad bactereológica sino igualmente la austera doctrina reglamentaria de una sociedad carente de valores humanos.
Por consiguiente, La bala mágica constituye uno de esos hermosos ejemplos edificados en el viejo Hollywood que aunaban una historia que permitía homenajear a una figura de tremendo calado humanista con una cierta denuncia acerca de la hipocresía presente en una sociedad que apartaba de su seno a todo aquello que representara un símbolo de rebeldía en contra de lo establecido. Puesto que como bien irradia el film, el sacrificio de Ehrlich no tuvo recompensa en vida, siendo apartado por la ciencia médica acusado de ser un riesgo para la doctrina. Pero el martirio de Ehrlich no fue en vano. Puesto que abrió las puertas a la investigación química en la medicina, posibilitando a día de hoy que muchas enfermedades incurables hayan pasado a engrosar los compendios de patologías erradicadas. Porque los grandes logros obtenidos a lo largo de la historia de la humanidad, siempre fueron los de un individuo que se enfrentó con valentía y sin miedos a las convenciones y supersticiones que imperaban en la sociedad, rompiendo esos tabús contrarios a la libertad y el saber.
Todo modo de amor al cine.