El estreno este fin de semana en carteleras españolas de Mamma Mía: una y otra vez nos sirve de excusa para echar la vista atrás y fijarnos en una de esas piezas de museo de obligado visionado para quien se considere amante del cine musical. Y es que La alegre divorciada no solo fue uno de los primogénitos musicales producidos en los iniciales años de la década de los treinta (junto a los cincuenta sin duda la época dorada de este género) sino que igualmente fue una de esas películas que sentó las bases de los ingredientes con los que se debe condimentar cualquier plato que haga del musical su principal emblema y referente, estos son, contar con la comedia de enredo como eje principal del sustrato narrativo, insertar una trama de romance y equívocos con ciertos toques surrealistas cuando no rocambolescos, trazar una línea encantadora sustentada en la levedad de lo relatado y fundamentalmente explotar esa felicidad, alegría y ganas de vivir innatas al género musical con ese poder de hipnosis ligado a observar a la pareja protagonista ejecutar una coreografía de baile y claqué con sobresalientes resultados que invitan al más obtuso a mover el esqueleto.
Todo esto es La alegre divorciada, segunda colaboración de la legendaria pareja Astaire-Rogers tras su tímido primer contacto en Volando hacia Río de Janeiro y primer volumen en el que el dúo se alzó con el protagonismo absoluto (ya que en su debut ambos ostentaban un papel testimonial frente al liderazgo de la diva Dolores del Río). Ello supuso un plus pues en La alegre divorciada se siente esa química natural que brotaba de los bailes y danzas ejecutados por ambos e igualmente esa ilusión de quien empieza un proyecto que acabaría desembocando en un conglomerado de diez películas a lo largo de casi veinte años de tormentosa relación, empañada con el paso de los años por envidias y egos varios sobre todo por parte de la rubia platino que anhelaba gozar de un mayor peso en las tramas de sus films al sentir que su papel estaba siendo relegado al de una mera acompañante de la estrella naciente, un Fred Astaire que gracias a sus interpretaciones naturales y pícaras se ganó con total merecimiento la gracia del público y de la crítica de la época. Unos años treinta duros desde el punto de vista social y económico para los EEUU, una nación hundida moralmente por los efectos de una Gran Depresión cuyos traumas aún eran perceptibles en buena parte de la sociedad norteamericana. En este sentido, el cine musical producido por la RKO y protagonizado por Fred Astaire y Ginger Rogers (y con la dirección de un joven Mark Sandrich, un fino estilista poseedor de una grafía muy elegante y ágil a quien su temprana muerte le impidió ascender en el escalafón de las luminarias hollywoodienses) significó un chorro de oxígeno y de evasión para un público cuyo principal propósito al comprar una entrada de cine no era otro que disfrutar de un rato agradable y divertido con el fin de eludir el gris panorama que los esperaba al salir de la proyección.
Poco importa el argumento del film. De hecho pasados los años es difícil diferenciar las diez obras protagonizadas por la pareja desde un punto de vista argumental puesto que sus planteamientos se repitieron casi coma por coma en cada uno de los guiones e incluso también en esos escenarios de cartón piedra made in RKO, algo que confiere un halo muy seductor y magnético a todo el conjunto. Aquí Astaire es un bailarín americano que se encuentra viajando por Europa junto a su abogado (interpretado por otro omnipresente en estas producciones como Edward Everett Horton). Durante su estancia en Londres un enredo le hará conocer a la bella Mimi Glossop (Rogers) una misteriosa mujer que viaja en compañía de una tía. Si bien en un primer encuentro no surgirá la chispa adecuada, en otro fugaz e inesperado tropiezo Astaire se enamorará de Rogers y Rogers de Astaire. Pero hay un pequeño problema que impedirá la unión, Mimi es una mujer casada que está en trámites de divorcio, litigio que casualmente está siendo llevado por el abogado amigo de Astaire, quien montará un teatro para hacer creer que Mimi y su colega son amantes con la intención de acelerar la concesión del divorcio. Todos los personajes se reunirán en un hotel de la costa francesa donde tendrán lugar una serie de enredos, confusión de personalidad, conflictos y farsas llevados a cabo con mucha simpatía y frescura por un elenco que puso toda la carne en el asador y ese dominio de la comedia para ejecutar una farándula con mucho desparpajo y picaresca repleta de buen humor, ligereza y espectaculares números musicales.
Pues La alegre divorciada es cine de otro tiempo. De esas en las que no hay malos, o al menos no se revela la maldad en ninguno de los personajes que aparecen por pantalla. Sí absolutamente excéntricos y desequilibrados, ideales pues para incendiar las mejores virtudes de la comedia loca y desenfadada. Será por tanto la inocencia, la ingenuidad y la sencillez los argumentos que inundarán los cuatro costados de un guion escrito con la sana intención de hacer estallar la carcajada y la sonrisa a la vez que encandilar con unas coreografías mágicas e inolvidables de esas que marcan la senda de un género que llegó a ser el preferido del público americano durante muchos años.
Es cierto que vistas todas las creaciones de Astaire y Rogers, alguien podría achacar que La alegre divorciada no aporta nada nuevo. Sí, aquí la fórmula se repite como el ajo, pues los productores de esos años no se arriesgaban a perder su patrimonio no haciendo ascos a volver a poner en práctica lo que antes había tenido un éxito rotundo. Así, la regla comedia-romance-baile-levedad fue el eje que soportó la espina dorsal de estos relatos. Pero a mí me da igual. Yo solo quiero que Astaire y Rogers dejen de dialogar frases sin sentido, que no se entretengan en demasía en embrollos y subtramas cómicas y que bailen. Que dancen sin descanso hasta el amanecer bajo la melodía del Night and Day de Cole Porter o de ese espectacular número musical de más de quince minutos engalanado con la canción The Continental con la que concluye el film. Porque el baile significa vida, libertad, felicidad y ganas de pasarlo bien bajo las órdenes de Astaire y Rogers. Nada importa, todo es fugaz a su ritmo incluso el lado feo de la existencia. Porque lo grotesco y vil se embellece con esos finos movimientos que combaten las leyes de la gravedad y de la física. Todo es química y buen rollo. Porque a pesar de los avatares y dificultades que los personajes se encuentran en el camino, todo tiene solución y arreglo gracias a esos finales felices repletos de energía positiva y optimismo a ritmo de swing.
Los personajes secundarios son geniales con el rostro de habituales de la RKO, ofreciendo un soplo de aire muy agradable y atolondrado ideal para preparar el ambiente unos segundos antes de que se inicie la demostración de brincos y giros de cadera de la pareja. Como he comentado anteriormente quizás el hecho que marque la diferencia de La alegre divorciada con el resto de piezas de Astaire y Rogers sea ese ánimo del principiante, de quien no está maleado por la experiencia y el paso del tiempo. Aquí las sonrisas entre los dos guardan esa complicidad inherente a quienes aún no se han desgastado por la rutina y el hastío. Sin duda la ejecución del Night and Day de Porter se eleva como un tótem sublime de la historia del cine. Su puesta en escena es sencillamente impecable, rodada en grúa en un único escenario que parece más grande de lo que es gracias a los movimientos de cámara lentos pero seguros de Sandrich. Pocos cortes y mucha secuencia que demuestra las horas de ensayo y trabajo para una conclusión de matrícula de honor en la que no se atisban fallos de sincronización.
Es muy probable que bastantes espectadores contemporáneos detesten una cinta como La alegre divorciada por su falta de compromiso ideológico, su total ausencia de crítica social o su apuesta por ese relato tontorrón y fácil pintado con una tonalidad poco reflexiva optando siempre por lo etéreo y efímero más que por la magnificencia. Pero yo les rebato con mi experiencia personal. Cuando a mi madre la detectaron el cáncer hace ya más de cinco años su estado de ánimo decayó súbitamente, afectada por un inicio de depresión, creo que debido a que sabía que el final se avecinaba antes de lo esperado. Ante esta coyuntura nada parecía apetecerle. Pero una cosa sí que le gustaba: compartir conmigo y mi hermana las películas del delgadito que baila tan bien con su novia rubia. Y por arte de magia la tristeza se evaporaba durante una hora y media dejando paso a la sonrisa y a la ilusión de un niño que recordaba tiempos mejores mientras visualizaba a sus queridos Astaire y Rogers enfrascados en mil y una batallas absurdas y bailando como los ángeles del cielo. Creo que los niños y los enfermos sin esperanza son los mejores críticos de este tipo de cine y es por eso que guardo en mi corazón a Astaire y Rogers y especialmente a esta La alegre divorciada.
Ahh, y aquí tampoco hay beso visible entre Astaire y Rogers, como nunca sucedió en pantalla en todas y cada una de sus cintas lo que demuestra que se puede hacer cine romántico con exquisito gusto sin incluir elementos apasionados como un simple beso…
Todo modo de amor al cine.
¡Me ha encantado esta reseña! Un pensamiento original y auténtico. Muchas gracias por compartirlo.