Tal vez no sea la intención primera de Johannes Nyholm la interpretación que ha nacido del visionado de Koko-di Koko-da, pero claramente, en su subconsciente, ha enarbolado una feroz crítica a la gentrificación y al intrusismo vacacional. No es baladí que la película comience con una hecatombe familiar al adentrarse unos padres y su única hija, todos suecos, en tierras danesas para comer una pizza cuyo estado les provoca una severa reacción alérgica y que, tras esto, la película se transforme en una auténtica pesadilla en la que, por acampar en mitad del bosque sin permiso alguno, los protagonistas mueran vez tras otra en un bucle temporal al ritmo de una cancioncilla infantil. Sí, Nyholm ha querido experimentar con el relato para hablar sobre el duelo, pero es inevitable pensar en la culpa de aquellos que no son bienvenidos en zonas rurales por estar toqueteando tierras sagradas para sus habitantes, y no hay más que pensar en películas que repiten la fórmula en la que tanto la naturaleza como los nativos de esa misma naturaleza intentan acabar con esos intrusos: Deliverance (John Boorman, 1972), Largo fin de semana (Colin Eggleston, 1978), Wolf Creek (Greg McLean, 2005) o Eden Lake (James Watkins, 2008), todas películas inolvidables que marcan un antes y un después a la hora de plantear tus vacaciones en esos idílicos lugares donde no te vas a encontrar con otros como tú —llamémosles turistas—, y que siempre, siempre sin excepción, acaban fatal.
Pues bien, Koko-di Koko-da no va estrictamente de este tema, pero da la casualidad que viéndola no puedes dejar de pensar en que no siempre somos bienvenidos, ni en este plano astral en el que habitamos ni en todos los que plantean el horror de unos padres que no son capaces de superar la muerte de su hija. Y esto pasa por pensar que ir de vacaciones es la solución a todos nuestros males. Spoiler: NO.
Nyholm convierte su película en un bucle desde su inicio, enlazando todo su desarrollo al objeto de deseo que elije su más joven protagonista, una niña que simplemente se enamora de una pequeña caja de música. Esta misma, objeto que debes girar para que repita una y otra y otra vez la misma canción, es el elemento base para que el director se adentre en una especie de pesadilla emocional que implica a los padres de la ya ausente niña y a tres pintorescos personajes, aparentemente inofensivos, capaces de aniquilar a los padres, la inocencia y nuestra escueta sensación de seguridad frente a los acontecimientos. Ese intrusismo al que hacía mención al principio nos lleva a la reiteración, con pequeñas variantes, de una misma pesadilla para el matrimonio. Una tienda de campaña, una necesidad imperiosa de orinar y un sueño recurrente les somete a un bucle temporal que podría parecer la excusa perfecta para exorcizar lo que les une y les separa (la pérdida), pero es simplemente una excusa para descubrir las mil y una formas de morir en manos de unos sádicos, donde la repetición no es una excusa para anclarnos en el tiempo sino una oportunidad para enfatizar diferentes puntos de vista frente a un mismo problema que, evidentemente, no tiene solución alguna. Es un hecho, todos hemos de morir.
Koko-di Koko-da aprovecha así varias ideas: la soledad terrenal, la angustia frente a la majestuosa naturaleza, la deformación de los cuentos infantiles —siempre apropiados para transformarse en algo aterrador—, la ineptitud de la conciencia y, de paso, la habilidad de Johannes Nyholm con las marionetas, algo que ya utilizó en su cortometraje Sueños del bosque con sombras chinescas y que recupera en esta película para elucubrar explicaciones que nadie ha pedido en realidad. Porque el film no busca la explicación en sí misma, sino la intuición a través de unas imágenes que se repiten, a su modo, vez tras otra. No hay comunicación alguna entre los personajes pero sus acciones en solitario definen su forma de afrontar ese duelo en el que siguen anclados años después. Esta extrañeza, llamémosla libertad creativa, es la base de un film al que no todos estamos invitados a disfrutar, pero no se puede obviar el atrevimiento del sueco a la hora de afrontar un imaginario sencillo y retorcerlo a su gusto para convertirlo en algo nuevo y reconocible a un tiempo en cada reiteración. Que seguramente en su cabeza era genial eso de mezclar gallos, conejos de pascua y Freddy Krueger, pero lo de invitarnos a no ir nunca más de vacaciones está también ahí subrayado.
Nunca un gato la había liado tanto con su sola presencia desde Hausu.
