Pensar en títulos donde el protagonista sea un muñeco viviente dispuesto a sembrar el caos nos podría remitir fácilmente a Muñeco diabólico, el clásico de Tom Holland que todavía sigue en boga más de tres décadas después de su estreno, algo que confirman su posterior ‹remake› (o ‹reboot›, o lo que sea) a manos de Lars Klevberg, así como la reciente serie Chucky creada por Don Mancini o el documental Living with Chucky, que se estrenó el pasado año en festivales como el Fantastic Fest o Toronto After Dark. Precisamente, a una figura como la creada por Holland y Mancini a finales de la década de los 80, se suele apuntar cuando se hace referencia al único largometraje cinematográfico de la también actriz Maria Lease tras su paso por el cine para adultos como realizadora. Una afirmación que, no siendo ni mucho menos falsa, se antoja en exceso simplificadora de un trabajo que va más allá de la gamberra y mítica serie B firmada por el cineasta neoyorquino.
Y es que si bien el trabajo de Lease —quien realizó incursiones en el ‹sexploitation› a través de cintas como Campo de concentración nº 7— no se empeña en ocultar en ningún momento su carácter más guerrillero ajustado, a priori, por un presupuesto limitado, e incluso lo certifica a partir de detalles que dotan de un contrapunto socarrón al film (quizá más por la intención que por el resultado), Jugando a matar (de título original Dolly Dearest) presenta una identidad mucho más heterogénea de lo asumible, tanto en algunas composiciones ciertamente atmosféricas como en su incursión en el cine de posesiones aprovechando la índole sobrenatural de su argumento. Es, precisamente, en esos desvíos genéricos acometidos, donde una cinta que en ocasiones se puede sentir rutinaria, termina destilando una virtud desde la que suscitar estampas malrolleras —como esas donde el vínculo entre la muñeca y la pequeña de la familia se manifiesta más explícitamente— e incluso incurrir en un horror menos obvio capaz de desembocar en ese último acto más loco de lo esperado.
De este modo, y si bien Jugando a matar posee carencias obvias e incluso subtramas un tanto endebles —como la de ese “arquiólogo” (maravillosos esos carteles) que se siente mera comparsa desde la que poder aportar información y culminar la propuesta, si bien la imagen de ese infante demoníaco que hallará supone un acierto—, se siente lo suficientemente inquieta como para no devenir el enésimo clon de lo que supuso la obra de Holland, llegando a engarzar incluso momentos y pasajes —esa visita al convento confirmando la entidad del mal, o la personificación definitiva del mal a través del rostro de la muñeca, que rememora con facilidad títulos a saquear como El exorcista— que resultan más perturbadores y divertidos de lo que uno pudiera esperar tras asistir a un arranque no demasiado sugerente —con otro trillado personaje, como el de la mucama, por más que imbrique esa lucha entre superstición y realidad—.
Con el trabajo de Lease no estamos ni mucho menos ante una de esas joyas imperdibles del género; de hecho, en ocasiones se le puede achacar un carácter menos irreverente de lo que la premisa parecería dibujar en sí. Pero, por otro lado, nos hallamos ante un film competente en líneas generales, que posee las aptitudes necesarias para otorgar alguna que otra sorpresa en el camino y no sentirse como un desganado y manido producto. Porque, en efecto, no vamos a negar que la película de Lease toma préstamos de aquí y allí sin ningún tipo de reparo, pero tan cierto es como que funcionan a través de un relato que en ningún momento se siente deslavazado, y que pese a un final no demasiado estimulante, posee en su extraña y juguetona mixtura los suficientes mimbres como para no sólo no decepcionar a quien se acerque a ella, también aportar los ingredientes indispensables desde los que afrontar un visionado de lo más apreciable.
Larga vida a la nueva carne.