La alternativa | Juego de amor prohibido (Eloy de la Iglesia)

Juego de amor prohibido pertenece a un primer grupo de películas, viradas hacia los entornos del terror psicológico, que el gran Eloy de la Iglesia realizó en el primer lustro de la década de los 70, justo antes de que diera el salto hacia los terrenos del cine quinqui, género que le catapultó al olimpo del cine español de todos los tiempos con títulos tan emblemáticos para la cinematografía patria como Navajeros, El pico o Colegas.

En ella mezcló, con mucho tino, ingredientes tan diversos como el terror angustioso, la intriga afrancesada, el drama psicológico y ciertos toques de cine erótico, muy de moda en ese decenio, en pleno apogeo del destape con una cinta como La trastienda de Jorge Grau, estrenada en el mismo 1975 del que data la película que ocupa esta reseña.

De hecho, si en los títulos de crédito no se visualizara el nombre de Eloy de la Iglesia como responsable del proyecto, la atmósfera malsana que empapa el ambiente del film daría lugar a señalar a Claude Chabrol como principal candidato a ostentar la dirección del bosquejo. Y es que tras visualizar Juego de amor prohibido es inevitable que acudan a la mente obras tan poderosas como Las ciervas, El carnicero, La década prodigiosa, La mujer infiel, Al anochecer o Inocentes con las manos sucias.

Uno de los puntos más fascinantes de la peli es su capacidad de contención, narrando con mucha delicadeza y moderación un cuento tenebroso y muy turbio basado en la dialéctica del amo y del esclavo, con sus humillaciones, siniestros juegos maquiavélicos y sadismo, apostando más por la sutileza y la insinuación que por los aspectos más explícitos de un relato que en otras manos hubiera derretido seguramente unos jugos mucho más calientes y depravados que los exprimidos por de la Iglesia.

Otro aspecto muy destacable resulta su ubicación narrativa, prácticamente situada en el único escenario de la apartada mansión propiedad de Don Luis (un estupendo Javier Escrivá en uno de sus mejores papeles en el cine), un rentista multimillonario y caprichoso que esparce su aburrimiento dedicándose a dar clases de preparación para el acceso a la universidad. Una casa sita en las afueras, sin un alma alrededor que disturbe a sus ocupantes, que se observa siempre amenazante y opresiva, de esas que esconden muchos secretos y ofrecen pocas respuestas.

A la residencia acudirán, tras un intencionado viaje en autostop, dos de los jóvenes alumnos de Don Luis, Julia (espectacular Inma de Santis) y Miguel (interpretado por el británico John Moulder-Brown, sí aquel chaval lúbrico de la excelente Zona profunda).

Este ambiente enrarecido aumentará, si cabe aún más, con la presencia de un cuarto personaje: el misterioso y extraño Jaime (con el rostro de Simón Andreu, actor fetiche de los primeros trabajos de Eloy), una especie de criado de Don Luis que parece lleva encerrado en la casa bastante tiempo sin salir ni siquiera a comprar el pan, y que esconde un sombrío pasado, del que parece no querer desprenderse con el propósito de seguir viviendo de gorra a costa de la caridad interesada de su protector.

A partir de estos cimientos, Eloy de la Iglesia cimentará una obra muy oscura y perversa, dando rienda suelta a un juego de dominación sádica y depravada orquestado por el intrigante profesor, que decidirá secuestrar a la joven pareja de estudiantes para someterlos a toda una serie de vejaciones, maltratos psicológicos y humillaciones con el único objetivo de experimentar y descubrir cuales son los límites de tolerancia al dolor y a la tortura de sus esclavos.

El autor de El diputado preferirá centrar el tiro en los pasatiempos diabólicos y maléficos ideados por Don Luis, no dejando en ningún momento que la trama policial, o la intriga superflua, interrumpa lo verdaderamente importante: estudiar el comportamiento humano y sus mecanismos de resistencia ante el maltrato físico y psíquico, esto es, cómo se puede domesticar a un alma aparentemente rebelde e insubordinada a través del empleo del dinero, del ofrecimiento de artículos de lujo y artefactos diseñados para satisfacer los placenteros vicios inherentes al alma humana o, igualmente, brindar esa comodidad que supone para cualquier persona débil tener comida y una morada donde albergarse del frío y dar así libre curso a las pasiones más recónditas, aun cuando esto suponga renunciar a todo contacto con amigos o familiares y, por tanto, sucumbir a un aislamiento consciente y consentido.

Todo este embrollo dará lugar a una vuelta de tuerca inesperada: la insurrección de los esclavos contra su amo, o lo que es lo mismo, la conversión de unas almas pacíficas en unos espíritus satánicos y siniestros, que emplearán contra otros incautos todas las armas que martirizaron sus almas y cuerpos para su mero gusto y disfrute.

Así, Juego de amor prohibido se eleva como una de las mejores obras de un Eloy de la Iglesia alejado del cine quinqui. Un dulce perverso y para nada empalagoso que consigue aterrorizar al personal desde los elementos más cotidianos, sin necesidad de adornar su simiente con sangre, perdición y sexo gratuito. Una muestra del talento narrativo que poseía un cineasta que siempre se destapó como un magnífico ‹storyteller› y también una de sus películas con mejor acabado formal, de aspecto muy académico a la vez que en cierto sentido transgresor que, como describía en el inicio de esta reseña, a mí me recuerda irrevocablemente al cine de Claude Chabrol.

Todo un descubrimiento que hará las delicias no solo a los amantes del cine de género setentero europeo, sino que igualmente se observa como un producto de innegable calidad cinematográfica que esconde en su aparente engranaje escapista —sin duda esta es una digna representante de ese cine de explotación comercial tan encantador que se produjo en esos años— toda una metáfora acerca de los dispositivos que envuelven los misterios del alma humana. Además, para rubricar la obra, nos encontramos con dos interpretaciones de bandera: la de Javier Escrivá y la de una Inma de Santis que aquí, además de terriblemente guapa, ofrece un perfil muy alejado de otras producciones más populares.

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