Antes de convertirse en uno de los principales padres del próspero y psicodélico cine de terror estadounidense de los años sesenta, William Castle logró granjearse cierta fama como uno de esos artesanos que sabían sacar provecho de los recursos que se le presentaban por muy escasos que estos fueran alcanzando cierto prestigio en el circuito de la serie B negra americana. Mala hierba (título que adapta el original Johnny Stool Pigeon que se ajustaría mejor a algo parecido como Johnny el delator) es sin duda una de sus mejores películas de esta primera etapa de su trayectoria. En primer lugar se nota el apadrinamiento en la producción de Aaron Rosenberg, uno de esos empleados de la Universal que se movieron como pez en el agua en terrenos más propios de productos de segunda fila que en los de grandes presupuestos. Un genio que gracias a su buen hacer en pocos años promocionó dentro del estudio hollywoodiense siendo el responsable que se escondía detrás de esos westerns paisajistas protagonizados por James Stewart y realizados por Anthony Mann inolvidables para cualquier fanático del cine de vaqueros. Este hecho, el de constituir un subproducto de Universal Pictures seguramente destinado a entretener al público que acudía al estreno de una producción de mayor enjundia, confiere a su envoltorio un aspecto muy sólido y atractivo sin perder ese encanto que desprenden las piezas enmarcadas en el ‹noir› escapista ‹made in› años 40.
En segundo lugar nos encontramos ante una película modelo que sigue a rajatabla las principales reglas de un género, el ‹noir› americano, que siguen plenamente vigentes y frescas para los ojos de un espectador contemporáneo. Aquí están resumidos todos sus dogmas. Bajo presupuesto. Un elenco de actores que sin ser grandes estrellas sus caras nos resultan familiares (espléndidos Howard Duff, Shelley Winters, Dan Duryea y John McIntire que sin destacar ninguno por encima de los demás —si bien el peso del relato lo sustentan Duff y Duryea— componen unos personajes icónicos y muy familiares dentro del género a lo que se suma el sorprendente debut en un papel que le venía como anillo al dedo de un imberbe Tony Curtis). Una fotografía en blanco y negro que aunque no explota en demasía los efectos expresionistas si que juega puntualmente con las luces y sombras en paralelo con el retrato psicológico de unos personajes que se mueven sin ningún tipo de problema por senderos quebrados en los que la línea que delimita el bien del mal no está definida. Una película pues en la que los buenos no son tan buenos y algunos malos no son tan malos, pero con villanos de libro tiznados por sus escasos escrúpulos y amoralidad. Igualmente esa explotación de la violencia como eje que vertebra a la sociedad americana posbélica. En este caso se muestra una travesía subterránea marcada por su brutal esquema, por el narcotráfico y por las falsas apariencias. Plagada de soplones, gangsters escondidos bajo un disfraz respetable, cínicos proxenetas que diversifican sus negocios, narración en voz en off, mujeres fatales más tiernas de lo acostumbrado, policías infiltrados y asesinos a sueldo tan silenciosos como el samurái Delon y una trama que se apoya en un caso verídico que servirá para rendir homenaje a esos agentes del Tesoro que arriesgaron sus vidas con el fin de desenmascarar a las primitivas redes de trapicheo de cocaína y todo tipo de sustancias estupefacientes en los EEUU de mediados de siglo XX (otro cariz que vincula el espíritu del film con otros clásicos como La ciudad cautiva, La brigada suicida, La casa de la calle 92, El imperio del terror o El justiciero, todos ellos ‹noirs› que no se avergonzaban de establecer una narrativa próxima al reportaje periodístico y documental).
El arranque dejará clara la intención de los productores de crear un producto homenaje a los intrépidos policías del tesoro que ponían en juego su pellejo para salvaguardar el bienestar del ciudadano sin esperar recompensa o reconocimiento por ello. Los primeros minutos de la peli son un prodigio narrativo. Sin diálogos, tan solo con la cámara y un montaje preciso y vehemente que nos sitúa en el muelle del puerto de San Francisco donde un marinero desembarcará con dirección a un solitario almacén donde le aguarda un maleante bajo la atenta mirada de una pareja de detectives que vigilan un posible caso de narcotráfico. A través de una secuencia de planos trepidantes, el capítulo culminará con un bestial tiroteo en las interioridades del almacén que se saldará con la muerte del joven marino a manos de su compinche, el cual logrará escapar sin ser capturado. Pero sin lograr alzarse con la mercancía. Un alijo de cocaína procedente de Shanghái que dará lugar al caso explicado en la cinta. Así, el sagaz investigador George Morton (Howard Duff) sospechará que tras el asesinato del grumete se oculta la mayor red de contrabando jamás enraizada en suelo norteamericano. De modo que una vez identificado el sospechoso huido, éste será asesinado en su piso por un misterioso pistolero (un Tony Curtis que borda su rol de matón a sueldo mudo, guapo y despiadado, que sin llegar a inferir ningún estado de psicopatía si que inquieta por su frialdad y alma inhumana) antes de que los policías llegasen a detenerlo.
Convencido de la existencia de una peligrosa trama que amenaza la estabilidad del sistema, Morton acudirá a Alcatraz para convencer a un preso que él mismo encarceló llamado Johnny Evans (Dan Duryea) para que la ayude a infiltrarse en la red que trata de destapar aprovechándose de los contactos de Evans en el mundo del hampa. Si bien en un principio el reo se negará en rotundo a colaborar con quien lo hizo caer en desgracia, la confesión de Morton de la muerte de la novia de Evans provocada por su adicción a las drogas así como el relato descarnado de las causas de su deceso persuadirá a Evans, quien saldrá de la cárcel con el compromiso de colaborar con la policía con el fin de identificar a los principales inductores de la red dando a su enemigo una identidad falsa bajo la estampa de un criminal que ansía introducirse en el negocio de los narcóticos.
De este modo esta extraña pareja formada por policía y delincuente viajará a Vancouver donde coincidirán con el gerente de un local que en principio se mostrará desconfiado con la presencia del dúo, sobre todo ante su proposición de ejecutar un plan de contrabando entre la frontera canadiense y la estadounidense, poniendo a prueba a los mismos haciendo aparecer a una joven prostituta llamada Terry Stewart (maravillosa Shelley Winters en uno de esos papeles encantadores y simpáticos muy alejados del perfil de la ‹femme fatale› típica de este tipo de historias) quien se enamorará perdidamente del infiltrado Morton, a pesar de que éste no revelará ningún tipo de afecto hacia Terry, más preocupado de su investigación que de iniciar un lío de faldas. Sin embargo Evans sí que exhibirá un incipiente cariño hacia la dama, al recordarlo a su antigua novia.
Después de ganarse la confianza de los canadienses, Morton y Evans viajarán hacia Tucson con dirección a un famoso resort propiedad de un extrovertido vaquero (John McIntire) que en realidad ostenta el perfil de un truculento criminal que ha estado inyectando en territorio estadounidense una ingente cantidad de droga. Todo el embrollo se complicará con la presencia de ese asesino a sueldo que actuó en San Francisco y que reconocerá a Morton como uno de los dos hombres que acudieron al apartamento de su víctima justo después de haberse encargado de ella. Sospechando que se trata de un policía. En medio de esta intriga, Morton deberá también hacer frente al misterioso comportamiento de su colega Evans, un compañero de aventuras que parece dispuesto a incumplir su promesa de mantenerse fiel y regresar a la cárcel una vez cumplida la misión. ¿Delatará Evans a Morton? ¿Podrá salir vivo el policía de un laberinto que se aventura negro en sus profundidades?
Johnny Stool Pigeon se eleva como una impecable serie B. Sus escasos 70 minutos no serán un lastre para cumplir con una narración potente y dinámica que no se detendrá ni un solo segundo en complicadas discusiones ni pretensiones filosóficas. La psicología de los personajes, sus interioridades no serán lo más importante, si bien tampoco serán descuidadas por un William Castle que demostró su pericia y sabiduría ofreciendo una pequeña cátedra de como se debe hilvanar una historia brillante y muy entretenida partiendo de un material que en principio no aportaba nada nuevo. Perfecta en su género. El de policías infiltrados y ladrones maquiavélicos carentes de escrúpulos. En este sentido invocando a veces en la mente del cinéfilo parajes comunes con un clásico de este subgénero como es El cuarto hombre de Phil Karlson. Ofreciendo una reflexión acerca de las profundidades de los dos personajes antagonistas. El policía y el ladrón. Dos almas pertenecientes a ambientes radicalmente opuestos, pero no tan distantes el uno del otro. Un intenso duelo interpretativo que aunque no es lo verdaderamente importante en una trama que ansía un entretenimiento puro y sin fisuras, violento y con unas dosis de suspense muy bien tejidas por Castle, si que sabe inspirar ciertos esbozos de radiografía cerebral.
Duff y Duryea están formidables en sus respectivos roles. El de un policía gélido como un cubito de hielo que apenas exhibe sus sentimientos. Duro y profesional. Solitario. Incapaz de establecer ningún tipo de relación personal con sus semejantes. Para nada simpático por ello. Suficiente y encarado. Tratando como a una rata a un delincuente que al contrario si enseña sus sentimientos. Al que le duele el daño ajeno. Fiel a unos valores, los de los bajos fondos, que a veces no están tan mal del todo. Un ser que al revés de su compinche teme la soledad. Huye de ella. Quizás por ello se prestó a participar en el entuerto. Por ese sentido de pertenencia que no existe entre rejas. Dos almas por tanto cuyo punto de conexión es esa soledad que las acompaña, para uno soportable, para el otro intolerable. Y este tejemaneje será el eje sobre el que pivota toda la trama que se desarrollará en el hotel regentado por McIntire, donde las sospechas, el doble juego, las insinuaciones, el romanticismo, las persecuciones, las amenazas, las palizas, el suspense y el enredo harán acto de presencia tensionando el ambiente hasta límites insospechados.
Los últimos veinte minutos del film son ejemplares. Una pastilla que engloba en ese escaso metraje todas las convenciones de un género mítico y legendario. Castle tira de repertorio, gustándose tanto en la intimidad como en el exceso. Haciendo las delicias de quienes somos fanáticos del género. Sin dejarnos respirar. Asfixiándonos con esa violencia seca y silenciosa que no salta en primer plano, pero que espera con cautela su turno. Y sabemos que saldrá a relucir. En este caso lo fantástico derivará de la incertidumbre que acecha a un animal atrapado en un bosque repleto de trampas difíciles de esquivar. Un Duff que deambula temeroso. Nervioso de ser descubierto y descuartizado por sus posibles captores. De ser traicionado por quien no parece ser fiable. De no contar con un aliado dentro de una cárcel sin barrotes pero plena de ojos vigilantes de sus pasos. Y al final todo tendrá un sentido. Culminando la epopeya como debe ser. Pero con cierta sorpresa. Una sorpresa que engrandece la nobleza del desplazado. Del antihéroe “faulknerniano”. Pues Johnny Stool Pigeon es una de esas piezas de cine negro de bajo presupuesto que siempre dejan un buenísimo sabor de boca en el espectador.
Todo modo de amor al cine.