Que una producción del año 1940 hable de gangsters, trapicheos y bajos fondos no debería sorprendernos si se trata de una producción hollywoodiense. Y es que no nos engañemos, estamos ante la era de los gangsters cinematográficos, aunque de alguna manera se intuye ya que el género (o sub como se prefiera) empezaba ya a agotar esa fórmula de “buenos contra malos” sin matices, maniquea y moralista si se quiere. Sí, los aires del «noir» empezaban a asomarse en forma no sólo de contrastes lumínicos formales, sino también en los subtextos temáticos reflejados normalmente en un estudio más profundo de las motivaciones de los personajes.
Desde luego Hathaway aún está lejos, si bién nunca fue director paradigma del género, de entrar en el estilema propio del «noir», sin embargo Johnny Apollo se nutre de una carga que va más allá ya del gangsterismo puro y duro. Dos son los elementos que dan profundidad al tema criminal, la familia por un lado, actuando si quiere de gatillo argumental, y por otro y más importante por su originalidad y relevancia la denuncia social al respecto de las condiciones de vida imperantes.
Porque Johnny Apollo, de alguna manera (moderada, que tampoco estamos con un Eisenstein) es un producto que pone en tela de juicio valores e instituciones sagradas para los estadounidenses como la familia, el sistema judicial y la democracia. Efectivamente, Hathaway pone en marcha las ruedas del engranaje argumental en base a traiciones y delitos que ponen de manifiesto aquello de que los ricos también lloran. En una introducción ejemplar por su capacidad sintética se ponen sobre el tapete desfalcos empresariales, puñaladas traperas entre padres e hijos y, para colmo, un somero análisis del estado del empleo y las condiciones laborales de la época.
A partir de aquí intrigas gansgteriles, presentación de una protofemme fatale (que al final no lo es tanto porque no se puede ser más buena persona que Dorothy Lamour en esta película), ambientes de baja estofa y una trama un tanto rutinaria, lastrada quizás por el peso de una historia de amor un tanto previsible y edulcorada, pero que se sostiene en base a la capacidad de generar pequeños microclimax, de poner en tensión al espectador ante el juego propuesto. Un what’s next continuo hasta su desenlace final.
Una conclusión que, aunque coherente con el desarrollo visto anteriormente, sí supone en cierta manera una pequeña decepción: si comentábamos que Hathaway hacia gala de cierta osadía al poner en cuestión ciertas temáticas, no es menos cierto que acaba por tirar de corrección política para pergeñar un «happy ending» redentor de todo lo visto anteriormente que deja un regusto agridulce a forzado, a poco realista. ¿Miedo a la consideración que podría recibir la película? ¿A la censura? No creemos, pero sí se atisba un exceso de prudencia que acaba por reducir lo que podría ser una gran película a un producto, correcto, disfrutable, pero sin excesiva trascendencia. Sín la chispa necesaria para calar de forma permanente en el espectador.