¿Imaginan una Dune con el arte de Moebius o H.R. Gigger, la mano de Dan O’Bannon en los efectos especiales tras ser supervisor de los mismos en Estrella oscura de Carpenter, la psicodelia de Pink Floyd en la banda sonora junto a los franceses Magma o rostros tan reconocibles como los de Orson Welles, David Carradine, Dalí y Mick Jagger frente a las cámaras? Pues eso fue, ni más ni menos, lo que intentó conseguir el chileno Alejandro Jodorowsky incluso antes que La guerra de las galaxias fuera siquiera un germen o el nombre de David Lynch, que de hecho terminaría siendo el encargado de rematar el proyecto muchos años más tarde, se pudiera concebir para llevar a la gran pantalla la obra magna de Frank Herbert —de hecho, el cineasta estadounidense ni siquiera había estrenado su primer largometraje—. Fue, por aquel entonces, cuando el cine de Jodorowsky se consideraba todo un hallazgo, tras haber rodado films como El topo o La montaña sagrada, y llenaba salas en toda Europa, el momento en el que el productor Michel Seydoux le ofrecería colaborar con él para llevar a la gran pantalla el proyecto que el cineasta eligiera, decantándose este por una obra que, según sus propias palabras —aunque vayan ustedes a saber, tratándose de Jodorowsky—, ni siquiera había leído por aquel entonces, pero con la que bien podría llegar a revolucionar un panorama que a la postre percibiría más de lo que parece del influjo del autor de Fando y Lis.
Son esos primeros pasos, los de la carrera de Jodorowsky, aquellos que retrata ante todo Frank Pavich, dotando acertadamente de un contexto muy particular al que sería uno de los proyectos más ambiciosos del cine europeo, pues de esos inicios estriba una mística que servía no solo para percibir el éxito que podía llegar a tener el chileno en salas, sino del mismo modo la concepción de una propuesta mastodóntica cuyas decisiones artísticas se comprenden en mayor medida desde el influjo del cine de Jodorowsky y, en especial, desde sus imágenes, engendradas según el propio autor a través de una mística que iba más allá de lo puramente técnico y encontraba sus bisagras en lo espiritual. Las decisiones, pues, que se tomarían en torno a la ejecución de una obra como la que iba a ser su Dune, se contemplaban de ese modo desde un prisma muy particular que incluso le llevaría a descartar a uno de los nombres del momento a comienzos de los años 70, uno de los responsables de los efectos visuales de 2001: Una odisea del espacio, Douglas Trumbull.
Pavich narra lo que podría ser un tan simpático como demencial anecdotario con pulso, apoyándose tanto en testimonios de la más variada índole —lejos de algunos de los artífices creativos del proyecto, que también se dan cita en Jodorowsky’s Dune, encontramos del mismo modo los nombres de cineastas como Nicolas Winding Refn, cuya devoción en torno al autor de Santa sangre es más que conocida, llegando incluso a interesarse por una adaptación de la novela gráfica (El Incal) que surgiría de la colaboración entre Moebius y el propio Jodorowsky para Dune, o un Richard Stanley cuyo cine bordea ese misticismo tan presente en la obra del chileno—, como de material visual que arrojaría la pre-producción del film, incluyendo diseños de H.R. Giger, el propio ‹storyboard› realizado por el director en colaboración con Moebius y hasta viñetas en movimiento concebidas por Jodorowsky que en algunos casos suponían toda una revolución, quien sabe incluso si algo totalmente inconcebible por más que se le diera luz verde por aquel entonces.
Lo que podría ser una pieza que encontrara su motor en la figura de Alejandro Jodorowsky, de su incontenible palabrería a un incombustible espíritu —tan incombustible que, tras el film que nos ocupa, a sus 84 años, aún firmaría dos largometrajes de ficción más, uno de ellos, La danza de la realidad, por cierto surgido del reencuentro del cineasta con Seydoux— que bien podrían fagocitar cualquier material en el que estuviera presente, deviene en manos de Pavich en un documento equilibrado, que administra la información con temple y que no deja aristas a la imaginación de un espectador que percibe estímulos continuamente, fruto también de la imaginería y, por qué no decirlo, delirio más absolutos de un creador que no dejaba de añadir retos a su ya de por sí improbable producción. Jodorowsky’s Dune capta, pues, a la perfección la esencia inconformista de un cineasta que, aún sin haber completado su proyecto, se podría tildar como visionario: su forma de concebir secuencias prácticamente utópicas por aquellos tiempos, y de forjar referencias que, de un modo u otro —no nos gustaría malpensar, aunque la casualidad haría que en el seno de ‹majors› norteamericanas a las que Seydoux entregaría una serie de dossiers de producción se vieran desarrolladas algunas de las ideas que salieron de la mente del chileno—, terminarían siendo una realidad, otorga cuanto menos un carácter prestidigitador a Jodorowsky, que conseguiría sin llegar a forjar un solo fotograma de la que podría haber sido su obra magna algo que sus coetáneos difícilmente concebirán en sus aportaciones al universo de Herbert: dejar una impronta imborrable que, paradójicamente y aunque no por los motivos que nos gustaría, forma parte de la Historia del cine por merecimiento propio.
Larga vida a la nueva carne.