El ‹slasher› siempre vuelve, y pese al declive y la paulatina invisibilización del género —más allá de las ya clásicas franquicias o algún fenómeno aislado (como podría ser el caso de Terrifier 2)—, lejos de aquellas décadas doradas que fueron los 70 y los 80, e incluso de cierta revitalización a mediados de los 90-inicios de los 00 a raíz de la aparición de títulos ineludibles como Scream o Sé lo que hicisteis el último verano, su agotamiento progresivo no va más allá del uso y abuso de determinados tropos que, más que ser efectivos o no, ya no funcionan del mismo modo debido al desgaste que ha sufrido el género. Un ‹handicap› que las veces se rompe en pos de ejercicios mucho más estimulantes o incluso de una revisitación tan eficaz como encomiable de todos esos tópicos que son los que constituyen, al fin y al cabo, la esencia del propio ‹slasher›.
Sin embargo, no siempre hay que recurrir al presente para encontrar piezas que, asiendo esos ingredientes tan frecuentes, logren un resultado satisfactorio, compensado y, ante todo, disfrutable. Porque si verdaderamente hay un factor primordial en la consecución de un buen ‹slasher›, ese es sin duda el deleite de un espectador siempre presto a encontrar nuevas formas de ver morir a cuantos se pongan en el camino del ‹psycho killer› de turno.
Es en ese sentido donde Intruso en la noche cobra una dimensión distinta, y es que Scott Spiegel, que más tarde haría su particular incursión en sagas como Abierto hasta el amanecer —cuyo segundo volumen, Texas Blood Money, sería el último— o Hostel —rodando también la que sería a la postre su parte final—, rodeado por un equipo donde destacaba un nombre como el de Greg Nicotero —responsable de efectos especiales en obras de Raimi, Craven o Coscarelli, entre otros, que empezó como asistente de Savini en El día de los muertos—, encuentra en su figura un elemento esencial: no tanto por la consecución de unos efectos especiales artesanales que, en algún caso, han envejecido de aquella manera, como por la capacidad de otorgar las herramientas adecuadas al film de Spiegel para poder componer una propuesta en la que no hay límites y todo cabe.
Partiendo, pues, de una sencilla premisa —un supermercado que verá sus puertas cerradas en breve y el asalto de un ex-novio perturbado y violento a una de las cajeras que trabajan en el lugar—, Intruso en la noche aprovecha los espacios de que dispone en cuanto a una planificación de lo más efectiva, pues si bien posee ideas visuales sencillas que devienen más expresivas que narrativas —incluso se podría decir que el uso del plano es en ocasiones un tanto gratuito—, todo queda engarzado en la película del mejor de los modos: al servicio de una narración tan sencilla como práctica, que no busca sino servir como enlace de un relato simple que otorgue los alicientes mínimos para el pertinente despliegue de sangre y muertes de toda índole. Así, puede que por momentos Intruso en la noche devenga un ejercicio más juguetón que funcional (desde alguna elipsis a ciertas transiciones y un empleo de la BSO las veces un tanto obvia) que sirve en determinado modo de alivio antes de llegar a lo mollar —y todo ello sin abusar de un humor que surge más de los propios recursos visuales que del libreto—.
Con un grupo de personajes que, en su mayor parte, no son más que un pretexto para perpetrar asesinatos de lo más creativos, destaca en especial tanto la presencia de una ‹scream queen› al uso —interpretada por una perfecta Elizabeth Cox, que no se prodigaría mucho más allá del título que nos ocupa—, así como de los hermanos Raimi —amigos del propio Spiegel, que a su vez estaba tanto en el reparto de Posesión infernal como en su versión primigenia, Within the Woods— y de un Bruce Campbell que realiza un pequeño papel justo al final del film. Y también, claro, una ingenuidad que se desprende del ‹acting› algo mecánico de determinados intérpretes —mención aparte para un Ted Raimi que gesticula como si le fuera la vida en ello—.
Intruso en la noche es, en definitiva, un ‹slasher› como mandan los cánones: BSO ochentera, inventiva y salvajismo, ritmo, garra y uno de esos ‹psycho killers› cuyos motivos no podrían ser más disparatados —ojo a la justificación que otorga a la carnicería cometida cuando la protagonista descubre quién es—, cuya muerte prematura es impensable y cuyo afán por fastidiar va más allá de cualquier cuchillazo que pudiera recibir. Sencillamente impagable.
Larga vida a la nueva carne.