Si bien los horrores de la guerra en el medio cinematográfico se han vivido por lo general desde su interior, ya fuese forjando alegatos antibélicos o ejerciendo sencillamente la función de simples crónicas, sus consecuencias también han encontrado en la gran pantalla un reflejo capaz de indagar en el sentimiento de las víctimas y la posterior conmoción producida por los efectos del conflicto. Con las consecuencias de la Guerra de Irak todavía coleando, son no pocas las miradas que han centrado su atención en otro tipo de víctima: no aquella ajena a un conflicto en el que no participa, sino de la que interviene directamente en él y termina por devenir a través de sus secuelas psicológicas en un tipo de víctima que suele quedar en un segundo plano, pero no por ello resulta menos importante o posee menor interés desde el punto de vista sociológico.
A ello apunta el segundo largometraje de Brian Welsh en la dirección, cineasta más bien afincado en el entramado televisivo que prepara ahora el que será su cuarto trabajo tras las cámaras, Beasts, y que en In Our Name nos pone tras un escuadrón de soldados británicos recién llegados de la Guerra de Irak que deberá sobreponerse a los efectos de dicha contienda tras reunirse de nuevo con sus seres más queridos.
Una hilera de banderas británicas erosionadas por las condiciones climatológicas y encogidas sobre sí mismas parece darles la bienvenida a un hogar que certifica en esa imagen cierta distorsión, una lejanía que se comprende a partir de la ausencia. El tren en el que se encuentran, estacionado a expensas de la (definitiva) vuelta a casa, se establece así como el reflejo de esa parada física y emocional acontecida con la marcha a Irak, algo que refrendará un pequeño pero vital detalle cuando Suzy, la protagonista del relato, llegue a casa de nuevo y contemple la escapada de su hija ante el recibimiento generalizado, como si de una total y completa desconocida se tratase.
Brian Welsh forja así a través del simbolismo y la imagen un retorno siempre contemplado desde el vacío dejado por ese periplo emprendido por los soldados, que no sólo deben hacer frente a una serie de crudas estampas y secuencias a rememorar día a día, sino también ante el hueco desarrollado durante su marcha. En ese sentido, la mirada de una hija en un inicio distante, la incomprensión de una pareja ante la que se crea cierta distancia al haber establecido vidas paralelas, ajenas, y la propia alienación del individuo al continuar viviendo una realidad que ha sido dejada atrás, pero queda evocada tanto en escenarios —esas calles suburbanas repletas de edificios abandonados— como situaciones —propias de ese tipo de barrios como en el que se aloja la protagonista—, funcionan como espejo de una circunstancia compleja que nos otorga una percepción distinta acerca de esas vidas retratadas.
Así, momentos como los del colegio, en el que se confronta la visión afligida de Suzy y el prisma inocente de los niños, o la actitud un tanto obsesiva e incluso despótica de la pareja de la protagonista, amplifican si cabe una tesitura que en ocasiones se puede antojar extrema por las reacciones que observamos en Suzy, pero en realidad no son más que la consecuencia de todo ese estrés psicológico y vacío creado por las vivencias exploradas en mitad del conflicto bélico.
Si bien Welsh, pese a la situación descrita, no sostiene todo el conjunto con la misma mesura, es capaz de no ahogar el retrato realizado en un espacio dramático que bien podría llevar In Our Name a un terreno en exceso recargado, pero sin embargo evita logrando dotar de pulso y seguridad secuencias tan delicadas como la de cama tras el reencuentro con el taxista. In Our Name es, en definitiva, una crónica dura donde el desasosiego se persona sólo en momentos puntuales, y el carácter de sus imágenes logra ir más allá de sus decisiones de guión, haciendo de un simple alambrado en la valla que separa el patio de una casa de la calle colindante un reflejo fehaciente de una realidad que ya nunca volverá a ser la misma.
Larga vida a la nueva carne.