Los espacios siempre han sido uno de los pilares esenciales en el cine de terror: ya lo demostraba Kubrick en la lumínica El resplandor, u otros nombres menos ilustres del celuloide como Robert Wise y su La mansión encantada o Ti West en la fabulosa La casa del diablo. Pero no sólo de mansiones (o casas) vive el género, y generar terror en espacios abiertos siempre es más complicado, hecho que no es óbice para que algunos osados traten de acometer tal empresa. Es el caso del debutante Jason Zada con El bosque de los suicidios, y de uno de esos cineastas destacados dentro del cine de género europeo del nuevo siglo, el noruego Pål Øie y su característica visión del horror en un espacio abierto muy particular: el bosque. Pero con Hidden no empezaba el periplo de Øie tras esa perspectiva en un lugar inhóspito que para él parece familiar, conocido, como si entablar un diálogo a través de esa superficie fuese algo más que una forma de enunciar miedos propios.
Pål Øie, que abría ese cerco con una Villmark en la que se empezaban a advertir trazos del autor que es mediante la omnipresencia de un elemento que hasta ahora se ha repetido en todos sus trabajos, funcionando como epicentro de la acción, propone no obstante en Hidden un ejercicio mucho más personal y redondo: y es que donde en su ópera prima buscaba a través del escenario marcar un relato que pecaba quizá de artificioso —pese a entablar sobre el paisaje una relación de lo más inquietante entre sus personajes y establecer vasos comunicantes con la irrealidad que finalmente forjaba—, en Hidden fomenta dramas pasados/presentes en un marco que actúa precisamente como detonador y en el que forjar el horror no es sino una coartada para desarrollar una crónica mucho más compleja y sugerente. De este modo, el bosque se convierte en un componente invasivo, que no únicamente realiza una intromisión en el pasado del protagonista —ese tronco profanando prácticamente una de las habitaciones de la casa donde vivió con su madre—, también se desplaza a escenas paralelas donde seguir sugiriendo ese vínculo entre Kai, un hombre que regresa a su hogar 20 años después, y un contexto que, tras introducir en una primera escena definitoria, se determinará como pieza imprescindible del puzzle armado por Øie.
Así, el bosque se deduce en el cine del noruego como los cimientos de un cine donde el género queda encerrado en un tejido mucho más intrincado. Es, en otras palabras, lo que cineastas como David Robert Mitchell (It Follows) o Mike Flanagan (Oculus) lograban en sus propios films: trazar una particular impronta del terror encerrado bajo una concepción tan distintiva como personal para en el fondo dibujar una historia más cercana a lo tangible, humano, que no a lo sobrenatural que en la superficie manifiestan las propuestas tanto de Øie como de los cineastas norteamericanos. La mediación, por otro lado, del autor de Villmark proponiendo esa visita de Kai como una intrusión más propia en cierto modo del thriller rural que del horror que plantea Hidden en sí, otorga más matices a una cinta en la que se termina anteponiendo una mirada propia a lo que en principio parecía dibujar el cineasta en esos primeros instantes erráticos, donde la injerencia de un terror un tanto más hosco —incluso impropio de Øie, aunque justificado en parte por como pretende establecer esa relación madre/hijo, muy patente en la primera secuencia del film— huye de lo que en realidad es, y hace de ella un ejemplo de la estimulante herramienta que puede ser un género al que no siempre se le confiere el valor que debiera tener.
Larga vida a la nueva carne.