Hay que reconcer que el juego de palabras con el título de Hasta el viento tiene miedo es más que fácil. Sí, no costaría nada en absoluto referirnos jocosamente a que, efectivamente, el film da miedo a propios y extraños no tanto por su desarrollo genérico sino por su realización entre naíf y destartalada. Una ocurrencia facilona, cierto, pero si bien es una constatación que como pieza de terror el film descarrila por todos lados, no es menos cierto que está trufado de aciertos, involuntarios o no, que la elevan no al culto pero si a pieza rescatable por su encanto multidisciplinar.
El film de Carlos Enrique Taboada nos plantea un juego donde lo sobrenatural interactúa con los códigos de las casas encantadas y, sobre todo, con el ‹coming of age› situándonos en un internado para señoritas de clase alta de hábitos, digamos, ligeros. Con ello se nos pone sobre la mesa la típica disputa entre lo real y lo imaginado, y cómo las hormonas adolescentes, la búsqueda de una sexualidad presente y la rebeldía contra la autoridad pueden configurar un imaginario donde el más allá se hace presente como vía de escape, venganza y retribución.
Y aunque la idea es más que notable, incluyendo el contraste atmosférico de cierto libertinaje de colores vividos (aunque sin llegar a explotarlo del todo, imaginamos por el contexto cultural y temporal de la producción), con la oscuridad pesadillesca de la amenaza latente, su plasmación no deja de resultar un tanto destartalada, a brochazos que, de tan obvios y naíf, resultan hasta encantadores.
Efectivamente, todo lo que atañe a la convivencia en el internado y las relaciones entre alumnas y profesorado se mueve entre lo hiperarquetípico y por tanto rozando la parodia, con lo directamente más propio de una comedia adolescente que por momentos parece olvidar en qué clase de producción está. Casi podríamos hablar de una película (posible) dentro de la película real produciendo un efecto por momentos tan delirante como divertido. Algo que no está mal ‹per se›, pero que se aleja y, por tanto, nos distrae, del propósito inicial de la cinta.
En todo caso, casi mejor así, ya que en cuanto nos adentramos en el territorio puramente genérico nos encontramos ante un rutinario ejercicio de estilo, un simple diccionario que va de la A a la Z de lo que se supone debe producir miedo. Sombras, oscuridad, secretos (muy mal guardados por cierto), ruidos atmosféricos y un amago sonrojante de final ‹twist› es todo lo que el film del Sr. Taboada nos ofrece en su último tramo hasta su cortante y algo ingenuo desenlace. A pesar de todo ello, Hasta el viento tiene miedo no deja de ser una ‹rara avis› dentro de su especie. Un intento fallido de, como mínimo, explorar otros caminos del género, de transversalizarlo con otros mundos ajenos al mismo. Un experimento que no acaba de funcionar, que está desequilibrado entre lo novedoso y lo rutinario, pero que vale la pena visionar, ni que sea, por su tramo central.