La escalada como superación personal. Recuerdo mi primer y único contacto con un coach que en plena charla comentaba que a sus clientes les solía recomendar libros escritos por alpinistas y escaladores profesionales donde contaban sus experiencias personales en alguna difícil situación en la montaña, ya que eran un ejemplo claro de superación, un modo de exprimir al máximo el instinto de supervivencia. Pero hay algo que no tuvo en cuenta en este sentido práctico de la épica ajena, que bien podría servir para ejemplificar la última hazaña montañista que ha llegado a cines estos días, Everest. Me refiero a Werner Herzog y su sentido de la realidad. Saquemos el pañuelo para despedir a la heroicidad simplista.
Con Grito de piedra nos adentramos en una de sus sesgadas confirmaciones de ficción, comenzando con una puesta en escena del mismo director haciendo de lo que sabe (si no puede hablar durante horas, que al menos quede constancia de su mano) para dar paso a la solemne voz de Donald Sutherland, el narrador objetivo y pasivo de esta historia, un periodista deportivo dispuesto a lanzar el guante a dos polos opuestos para que se batan en duelo en la supuestamente inalcanzable cima de Cerro Torre en Patagonia.
Aunque pueda asemejarse a un ataque de superficialidad por parte de Herzog ante esa latente superación personal que citaba y queda siempre patente en este tipo de historias, lo cierto es que poco a poco perfila una serie de personajes totalmente “herzogianos” que asumen la verticalidad de esta misión de un modo tal vez previsible pero complementario.
La montaña en sí no es un objetivo para nadie, más bien parece un monumento a la hombría que cada quien debe afrontar a su propio ritmo. No hay lucha entre el hombre y la naturaleza, si no que se trata de un pulso entre el humano y su obcecada visión de la vida. Así tenemos al Adonis, un joven con ínfulas de acróbata que parece estar siempre jugando al ajedrez con la muerte. El tablero es real y electrónico, algo que parece gritar que no necesita un rival real para ser el vencedor en algo. También está el alpinista experimentado, el hombre que medita antes de actuar, convirtiendo esta expedición en una misión perdida antes de confirmar sus pasos. Su juego con la muerte es onírico, como nos demuestra la narración de un sueño que condiciona la exposición del director. También está el hombre sin dedos, que llega, literaliza el título de la película y se va. Simplemente un personaje imprescindible desde un primer momento.
Pronto la montaña no sólo pierde formato desobjetivizado, quedando relegada a la anécdota para dejar paso al individuo, en todo el sentido egoísta que conserva esta palabra. Saltando de un personaje a otro, sus caminos opuestos unidos por la presencia de una mujer (o su recuerdo) concluyen siempre en un mismo lugar, el reto. A Herzog, para variar, no le importa la hazaña, le es mucho más fructífero seguir la historia del hombre y sus intrincadas perspectivas parciales de la vida. Es decir, todos locos. La premisa se convierte en excusa y el cierre en confirmación, todo tiene un porqué aunque el camino elegido para conseguirlo sea totalmente irreverente.
Es aquí donde se diferencia de la multitud, donde realmente gana enteros y consigue mitificar al “artista” con sus manías siempre presentes. No hay superación personal, si no pura obstinación “herzogiana” y un poco de enajenación transitoria.