Todos tenemos una doble vida, solo que algunos estamos todavía esperando encontrar cuál es. No es ese el problema de Griff, el héroe oculto que lucha contra el mal que acecha a su barrio de noche mientras mantiene una anodina vida diurna sentado en su cubículo de oficinista.
A priori podríamos pensar en un Superman de manual, uno de esos hombres entregados a la justicia que dan su vida por el bien de una sociedad demasiado preocupada en sí misma como para mantener equilibrado el ecosistema psicótico que les rodea. Uno de esos hombres que tienen una misión cristalina y un montón de alter egos que le ponen trabas para alcanzar su finalidad. Un héroe enmascarado para salvar el mundo. Otro más.
En realidad, Griff tiene interiorizada esa idea, tiene su propia imagen corporativa y un sinfín de tótems que le permiten seguir adelante con su ideal de héroe, solo que no casa con la realidad de un mundo que no espera ser salvado. Griff es un tipo enmascarado para sobrevivir en un mundo hostil.
Sin salirse de los parámetros del indie, carente de grandes artificios y con mucho ingenio, Griff the Invisible nos regala la imagen de una persona única que intenta mantenerse fiel a sus instintos aunque no cuadren dentro de lo que la sociedad tilda de “normal”. Tenemos a Griff, tenemos toda su parafernalia heroica y mucho tiempo para idealizar al individuo por encima de nuestras posibilidades.
Para ello la película juega con el carisma, aparentemente plano, de su protagonista, y de una colección de aliados y villanos del día a día que le ofrecen a Griff un halo entre tierno e intrépido capaz de ganarse el favor de todo ‹outsider› que se tope con esta historia.
Griff the Invisible vive entre apariencias y esencias. Parece intentar convencernos de esos mensajes positivos (no estandarizados) en los que no es necesario conformarse con la normalidad, donde ser distinto no es un pecado capital y apostando por eso que dicen: la vida no te va a esconder siempre tu lugar en el mundo; esto sonaría aburrido si no fuera por su lenguaje visual, cuando quiere que olvidemos los ideales de autoayuda para aceptarnos mínimamente, y se atreve a jugar con la fantasía y la inverosimilitud que disfrutan los ojos de unos pocos implicados en la historia.
Los códigos de colores son sus aliados, donde el amarillo, ese color tan vibrante y llamativo, es el elegido para ocultar al verdadero Griff, pero también para delimitar sus espacios —las paredes, los limones, el bolso de la chica, las ventanas—, una trivialidad superficial que se convierte en protagonista. El resto es gris y anodino, estandarizado y por tanto fuera de todo interés.
La voz de Melody, la chica —porque todo superhéroe merece un romance imposible—, es el sueño hecho verbo, la incitación a romper las normas establecidas, un pase para convertir en real lo inverosímil, retando al joven para que siga adelante con su lucha con el lado oscuro. Una voz consciente de las limitaciones que busca sentirse segura lejos de lo cuadriculado y pronosticado del día a día.
Griff, con una mirada de abajo a arriba, sin intención de molestar pero capacitado para sacar su lado salvaje cuando siente que le necesitan. Descubrir que conoce los límites entre su mundo y el que vive el resto de personas que le rodean no hace más que influenciarnos para comprender la facilidad de unos (muchos) para soñar despiertos sin molestar demasiado.
Griff the Invisible podría pecar quizá de un exceso de monotonía y tristeza, si no fuera por su capacidad para reinventarse. Las películas de superhéroes no necesitan siempre de fuerza, violencia y soberbia para funcionar. El canallismo y la justicia se puede silenciar para dejar paso a los antihéroes a los que nadie llama y de los que nada se espera, para llevar adelante la aventura de sus vidas. Aunque sea en el salón de sus casas. Aunque sea un reflejo de nosotros, apoltronados en la butaca, viendo a otros hacer cosas impactantes.