Con el paso de los años, y de una forma cada vez más profunda, el fútbol se ha transformado en uno de esos estigmas en los que la sociedad justifica la deriva de un país que tiene muchos otros asuntos urgentes, pero sin embargo ha convertido el deporte rey en una de las causas fehacientes de que nuestra situación sea la que es. Quizá todo ese discurso venga ponderado por la perspectiva donde el fútbol se convierte en poca cosa más que un asunto de hooligans —algo que ha inducido, en buena parte, la ¿prensa? deportiva— donde cualquier sentimiento queda revocado por la intransigencia de unos cuantos y por la carencia de análisis de otros muchos en torno a un deporte que otorga más matices de los que se se le advierten a priori.
David Evans, cineasta que a la postre no ha tenido mucho más recorrido en el terreno del largo y se ha centrado en lo televisivo, exponía —adaptando la novela de Nick Hornby, Fiebre en las gradas— esta disyuntiva en una comedia de tintes irónicos y humor en ocasiones soterrado que poca relación tiene con aquellos booms que sostuvo el cine británico en la década de los 90 —destacando, quizá, la Cuatro bodas y un funeral escrita por Richard Curtis—. Es así como la visión del fútbol a modo de algo más que una mera distracción, transformada en forma de vida, en manifestación de un estado comprendido entre cada victoria y cada derrota, en la longeva espera tras un partido y el siguiente, se alza a través de un ejercicio como Fever Pitch, más inclinado en buscar una constante simetría que a la exaltación de unas formas que, por momentos, se le escurren de las manos en escenas tan reveladoras como sarcásticas —genial, en ese sentido, el pequeño rol de Stephen Rea interpelando al protagonista acerca de “su” Arsenal en mitad de una reunión de trabajo—. De este modo, Evans huye del tono cercano a la comedia romántica instaurado durante esa etapa, y la contraposición entre sus dos protagonistas —interpretados por un jovencísimo Colin Firth y por Ruth Gemmell— se diluye en un equilibrio que rompe a la perfección con los patrones y directrices de un género que no es sino el escaparate para estimular una lectura madura y consistente alrededor de un tema que fácilmente puede instigar una mirada tan banal como superficial.
No es casual, pues, que Fever Pitch abra con un flashback a modo de memoria: en él, el protagonista y su hermana son interrogados por su padre acerca de alternativas sobre las que moldear sus momentos con ellos —puesto que mantiene la custodia de los mismos junto a la figura materna—; una búsqueda que pronto obtiene respuestas y encuentra en Paul la ilusión y extrañeza promulgada por la pasión futbolística: de los primeros pasos en el campo, observando con asombro el enorme manto verde que cubre el campo, a los exabruptos del público hacia algún jugador no del agrado de todo el mundo, hechos que irán modulando el carácter de Paul en cada una de sus incursiones en el estadio para ver a sus queridos ‹gunners›. Si bien Evans enfoca su film desde ese particular entusiasmo que no todos son capaces de comprender, en ningún momento emplea una mirada sesgada, entendiendo el arrebato futbolístico como un espectro cuya gradación puede llevarnos desde la euforia más desmedida a un pesimismo que sólo se comprende en la lectura de esa pasión.
La pretensión de su cineasta por forjar un mosaico donde el amor a un deporte y unos colores quede implícito tanto desde el modo en como otorga forma a sus personajes —en especial, el protagonista, cuya naturaleza se establece en ese retrato sobre los orígenes de su entusiasmo—, como en el reflejo de un contexto que nos lleva a finales de los 80, cuando el Arsenal rubricara 18 años después la consecución de su noveno título de Liga, no impide que se fije una reflexión en torno a la influencia que puede llegar a tener ese apasionamiento en nuestra vida, e incluso hasta dónde podemos delinear sus límites, si es que los hay —algo que termina logrando con certeza a través del personaje interpretado por Colin Firth—.
Fever Pitch se alza de este modo como un retrato que no únicamente consigue una dimensionalidad que va más allá de la afición futbolera, también encuentra extrañamente en los códigos de la comedia romántica un relato en el que la divergencia no es necesaria para marcar un punto de ruptura alrededor del cual terminar matizando ciertos aspectos de su protagonista; y, lo mejor de todo, lo hace reivindicando un sentimiento expuesto desde no pocos ámbitos, donde la amistad —en la que toma particular importancia la figura de Mark Strong en uno de sus primeros papeles—, una cierta alienación —esos momentos en que Paul pierde incluso la percepción del tiempo— y la más pura de las sinrazones —en la huida que quiere emprender el protagonista ante el partido definitivo— dibujan el marco definitivo para comprender el fútbol como algo más que pan y circo, también como un impagable estallido de adrenalina que se lleva en la sangre y en el corazón.
Larga vida a la nueva carne.