Durante la década de los 70 se originó, de manera hereditaria al formato serial venido del decenio anterior y como fruto de la eclosión de una nueva generación de cineastas, toda una corriente norteamericana que procreó una serie de piezas de corte terrorífico destinado a un mercado tan poco dado a los visos fantásticos, a priori, como es la televisión. Una coyuntura que llevaba las más intrínsecas aristas del horror a los hogares y que, lejos del término peyorativo con el que hoy aguanta la palabra telefilm, dejó para la biblioteca del cine fantástico un conjunto de piezas tan ocultas como reivindicables, al calor de directores y autores que en algunos casos alcanzarían el estrellato de la Serie B como Tobe Hooper, John Carpenter o Wes Craven.
Un ejemplo de estos terrores catódicos lo encontramos en Frío en la noche, cinta dirigida por el esbirro televisivo John Newland en 1973, contándonos la historia de un matrimonio que se va a vivir a un nuevo caserón heredado tras la muerte de la abuela de la mujer. Entrando de lleno en tropos tan históricamente anexos al género del terror como la casa encantada (que esconde, en la mayoría de los casos con origen paranormal, misteriosos secretos), con la mujer que se siente especialmente atraída por uno de los parajes del lugar; en este caso el foco de perversa atracción es una pared del sótano en el que parece haber un enigma ajeno, potenciado tanto por las advertencias de uno de los obreros encargado de las reformas como por una serie de apariciones “fantasmales”, en formato de voces venidas de la enigmática chimenea que acosan a nuestra protagonista. En primera instancia cabría reivindicar la labor de Newland, como una seña característica compartida con otras piezas del llamado terror televisivo americano de los 70, a la hora de superar las barreras del formato narrativo propio de la pequeña pantalla para ensamblarse en unas sólida puesta en escena digna de la más férrea arquitectura del cine de género, que le permite manejar con mucha solvencia la aparición de un misterio, su dosificación del mismo dentro de la evolución de la trama y otorgándole al mismo una estética oscura y perturbadora, en un ritmo que se condensa con mucho rigor narrativo en sus poco más de 70 minutos.
Convendría tener en cuenta que Frío en la noche ha de pelear consigo misma en la superación de cara al espectador más avezado de lo quizá demasiado recurrido de su premisa: el matrimonio joven que se traslada a un nuevo hogar, anhelado como símbolo de superación personal, y en el que encuentra de manera inesperada una dificultad venida de una índole sobrenatural o, al menos, inexplicable; Newland no sólo embellece cinematográficamente la idea con una angustiosa manera de recrear los parajes más siniestros de la ampulosa mansión, sino que hace recaer todo el peso del elemento malvado sobre el personaje femenino, otro tropo en sí mismo de ese (sub)género que otorga a la percepción personal una carga dramática al elemento del terror, que la muy solvente interpretación de Kim Darby añade un valor extra a la historia. Desde su punto de vista, con la consecuente indiferencia de su círculo más cotidiano (un marido interpretado por Jim Hutton), el espectador experimentará un conjunto de sensaciones que entre el horror y la curiosidad la llevarán al oscuro rincón del sótano, sentimiento de terror que ocupa casi un capítulo en sí mismo en el folclore americano de las casas encantadas, como foco del terror de un enigma que se resolverá de manera progresiva. Las texturas surrealistas, que parecen trazar una dualidad onírica sensorial amparada por un ejemplar uso del espacio y su lúgubre envoltorio fotográfico, conectan también al film con el horror gótico de años anteriores, evidente influencia para Newland a la hora de dar hálito escénico a su película.
Escrita por el productor y guionista televisivo Nigel McKeand, quien dijo inspirarse en el profundo miedo que le suministraba el tétrico sótano de una casa española en la que llegó a vivir, es habitual achacar a la película unas texturas naif e ingenuas a sus escenas de impacto, a sazón de las pequeñas criaturas que pronto asociaremos como epicentro del elemento terrorífico. Con todo, y conectando nuevamente la cinta con sus películas hermanas, la labor del director traspasa lo recurrido de los conceptos a manejar para construir una película donde la solvencia narrativa y el oficio tras la cámara proponen al espectador una experiencia muy consecuente en la exploración de unos terrores personales, alarmantemente cercanos a la cotidianidad.