Dentro del ciclo de películas filmadas durante las décadas de los sesenta y setenta por el dúo artístico formado por Pedro Lazaga y Paco Martínez Soria, destaca sobremanera Estoy hecho un chaval, una de esas cintas que se convirtió en imprescindible del programa sabatino de RTVE Cine de Barrio y que igualmente forma parte de ese grupo de películas populares que han pasado a formar parte del imaginario de la cultura cinematográfica hispana menos apegada a la exquisitez ligada al cine de autor.
Y es que si bien la película cosecha esos ingredientes hechos a la medida para el lucimiento de la estrella más querida y admirada de la comedia española de los setenta como fue Paco Martínez Soria, nos hallamos ante un producto que se aleja en cierto sentido de esa complacencia y carcajada fácil, de tono más o menos grueso, que explotaba gran parte de las obras tejidas por la dupla Lazaga/Martínez Soria.
En este sentido Estoy hecho un chaval, adaptación de la obra teatral de Alfonso Paso Juan jubilado, se aproxima con mucho gusto y acierto a los terrenos de la tragicomedia social, exponiendo con una admirable grafía los problemas que acechaban al ciudadano medio y currito durante la España de los setenta que transitaba por los años de la transición posfranquista. Unos problemas que vistos a día de hoy continúan reproduciéndose como una plaga sin solución, siendo algunos de los paisajes fotografiados en el film tan comunes y deprimentes como los que nos encontramos delante de nuestras narices ya bien adentro del siglo XXI.
Cuestiones como el desempleo, la marginación a la que se ve arrastrada la vejez, los trabajos basura a los que deben aferrarse los curritos de bien para evitar caer en la más absoluta de las indigencias, la inestabilidad laboral, la mecanización de procesos en el ámbito laboral como forma de expulsar del sistema de empleo al ser humano, la pobreza a la que se ve arrastrada esa clase media que deambula por nuestras calles bajo el paraguas de la honradez y la honestidad frente a la riqueza de amasan aquellos que han dejado los escrúpulos bien guardados en la trastienda de su hogar, la inmigración como último refugio de esperanza para salir de la oscuridad y falta de oportunidades que emergen en el país de origen y como fondo para nada disimulado por el maestro Pedro Lazaga, un panorama entre desolador, patético y desesperado hábilmente camuflado por esa comedia de situación typical spanish tan del gusto del público que anegaba los cines españoles en la década de los setenta.
Aquí seremos testigos de los avatares de Juan Esteban (Paco Martínez Soria), un veterano contable con más ganas de vivir que cualquier joven imberbe, que en su 65 cumpleaños se entera que va a ser padre de nuevo de otro par de gemelos a añadir a su pareja de chicas universitarias y chavales adolescentes que ya tiene. Juan se identifica con ese padre de familia que con un mísero sueldo ha conseguido sacar a flote una numerosa familia que incluye además a su siempre renegona y tiquismiquis suegra (interpretada como no por Rafaela Aparicio).
Juan, además, es uno de esos empleados modelos, de esos que ni siquiera un resfriado ha apartado de su fiel cita con los deberes laborales. Un hombre cumplidor, honesto y honrado que se dejado la vida y su cerebro para el beneficio de su empresa. Sin embargo, la llegada de un joven informático (interpretado por Quique San Francisco) y su nuevo programa de mecanización de asientos contables provocará que el avaro Don Amalio (Alfredo Mayo) olvide el buen hacer y fidelidad de su empleado para abrazar las lindes del abaratamiento de costes que implica la llegada de la informática a la mecanización de tareas rutinarias.
De este modo Don Amalio engatusará a Juan en una reunión en la que el inocente contable iba a pedir un aumento de sueldo debido a la llegada de sus nuevos vástagos, obligándole a firmar una nota de aceptación de una oferta de jubilación en contra de los intereses de Juan. Ello inducirá una reducción de la renta disponible familiar que el buen analista tratará de tapar buscando empleo.
Pero pronto Juan se topará con la dura realidad, puesto que ninguna empresa parece querer aceptar a un hombre de avanzada edad como contable. Los anuncios de empleo solo buscan a jóvenes o recién titulados a los que pagar un sueldo mísero. La experiencia, lejos de ser un valor, será un lastre que impedirá a Juan optar por los puestos para los que se halla cualificado.
De este modo, Juan se empleará como vendedor de enciclopedias, cobrador de morosos, vendedor ambulante de juguetes, comercial a domicilio de una empresa de jerseys y hasta de Rey Mago como únicas salidas laborales con las que tapar los agujeros de los infinitos gastos a los que se enfrenta. Todos empleos temporales, mal pagados e inestables, compartiendo con su amigo también jubilado este particular infierno para el que parece haber pocas salidas. Hasta se presentará a un concurso cultural con la ambición de destronar al concursante estrella (interpretado en un cameo genial por Antonio Ozores), pero su dicha será quebrada por la pedantería y sapiencia de su oponente.
Pocas puertas se abren por tanto en el horizonte para un sesentañero que afirma estar hecho un chaval, pero que es tratado como un artefacto obsoleto por aquellos que ostentan el poder de señalar quien está capacitado para entrar a trabajar en una empresa. Ante este adversidad solo un golpe de suerte, bajo el paraguas de la acogedora Alemania, será la solución a la inminente falta de oportunidades existentes en el mercado nacional.
Como ya retratara en su aclamada Vente a Alemania Pepe, Pedro Lazaga volvió a hincar el dedo en los problemas existentes en una España gris incapaz de ofrecer alternativas y esperanzas a una maltrecha y empobrecida clase media, que a pesar de romperse la espalda en el trabajo, no era capaz de llegar a fin de mes para brindar una vida digna a su familia. La película se beneficia de esa mirada trágica, triste y desoladora de un Lazaga convertido en cronista social de esos desplazados del sistema condenados a la más profunda de las indigencias ante la falta de ahorros y perspectivas. Pero lejos de caer en una oscura depresión, Lazaga pintó su cuadro con desenfado y buen humor, caligrafiando el patetismo de algunas situaciones con unas delirantes gotas de comedia grotesca muy divertida e hilarante.
La cinta se aprovecha de un elenco de actores siempre cumplidores y habituales de las películas firmadas por la pareja: Laly Soldevilla, Antonio Ozores, Rafaela Aparicio, Alfredo Mayo, Emilio Laguna y una Queta Claver que cumple con nota en el papel de partenaire que solía interpretar la buena de Florinda Chico.
Si bien se le puede achacar a la cinta una cierta frivolidad, así como una falta de riesgo en cuanto a mantener ese tono tan típico de la comedia española de los sesenta y setenta basado en explotar la carcajada fácil al otorgar el protagonismo a un personaje con el que era fácil identificarse embutiéndole en mil y una situaciones a cual más absurda y caricaturesca (sí, aquí Don Paco no defraudará a su público, regalándole una escena de humor picante apoyada en el hábil truco de enfrentar a un viejo verde con una chica explosiva y pechugona que embaucará a su oponente sin esconder para nada sus armas), por otro lado no sería justo relegar a este primer plano a una comedia que se maneja con mucha soltura por las escarpadas mareas de la denuncia social saliendo bastante airosa de este desafío.
A pesar de que no es la innovación la principal virtud de Estoy hecho un chaval, ésta se eleva como una de las comedias más frescas de Pedro Lazaga, resultando muy cercana en cuanto a los planteamientos y problemas relatados, siendo además una de las interpretaciones más redondas de Paco Martínez Soria, quien supo demostrar su capacidad y talento para hacer reír y llorar a través de esa mirada entre tierna y picarona que poseía. Quizás la frase final con la que se cierra el film («Allí no podíamos vivir, y aquí nos morimos de ganas por volver»), fuera el peaje que debió pagar Pedro Lazaga para salvar las tijeras de la censura, pero ello no es óbice para señalar a Estoy hecho un chaval como una excelente e interesantísima tragicomedia que brota por méritos propios como una de las mejores y más intimistas obras de Paco Martínez Soria.
Todo modo de amor al cine.