El hombre como la gran epidemia contra la ilusión, eso que hizo desaparecer a los dragones, elfos, hadas y demás mitos arraigados en los elementos de la naturaleza, son el epicentro de una de las aventuras épicas de una pareja (casi) inseparable, como fueron los directores Arthur Rankin Jr. y Jules Bass —y lo de “casi” viene inspirado por alguna incursión en solitario de Bass, como la magnífica Mad Monster Party? de los sesenta—.
Porque historias de dragones hay muchas, por ejemplo, la última novedad de Disney Raya y el último dragón, pero si encontramos una alternativa imprescindible capaz de unir épica, diversión y emoción, debemos compartirla. Es el pretexto perfecto para llegar hasta El vuelo de los dragones, una de las últimas incursiones de este dúo en la fantasía, adaptando libremente novelas infantiles de aventura tras ofrecer su visión sobre El Hobbit, El señor de los anillos y El último unicornio. Fue en los ochenta el momento de otorgar protagonismo a un último dragón bajo la excusa de la eterna lucha del avance: la magia frente a la ciencia.
Dando forma a eso de «comulgar con ruedas de molino», hombres en favor de la tecnología se mofan de la supuesta fuerza de la magia en una escena donde un molino de agua es el protagonista, y el principio del fin de las ensoñaciones humanas para aprender a convivir con la lógica. Como si se tratase de los últimos estertores de un universo lleno de criaturas inimaginables, el discreto encanto de la magia debe hacerse a un lado para dejar a los humildes mortales equivocarse y hacer como que aprenden de sus errores, algo perfecto para desatar la ira de uno de los magos universales, crear el conflicto definitivo, y permitir que la épica tenga su última gran gesta. Y ya aviso que será con dragones o no será.
Con un ojo puesto en la actualidad —viaje en el tiempo mediante— y otro en los tiempos de princesas, dragones fanáticos del oro, enanos y caballeros con gran armadura, El vuelo de los dragones sobrevuela el ideal de batalla del medievo y hermandad de lucha para hablar de la importancia de convivir la lógica, ciencia y matemáticas con la emoción de las creencias en aquello que no se puede ver, tocar ni oler. Para ello la batalla se convierte en una especie de debate en el que una opción anula la otra, dando paso a la negación como única opción de supervivencia.
Pero este caos mental es solo la excusa para repetir grandes hazañas de grupúsculos de personajes variopintos capaces de hacer chascarrillos, sobrevivir a las rencillas y construir grandes amistades, además de desplegar la inventiva de lugares, bichos y hechizos que solo la animación puede acoger en su regazo.
El vuelo de los dragones es un curioso escenario donde racionalizar todo aquello que consideramos mágico sin perder de vista ni por un instante que la magia siempre podrá superar a la realidad gracias al “porque sí”. Porque la posibilidad de que una combustión en cuatro tiempos haga que floten los dragones, nunca podrá superar a la idea de que simplemente vuelan porque son dragones, son grandes, son fanfarrones y todo el mundo quiere convivir con uno. Hasta un científico que lo deja todo para escribir libros sobre ellos. Y sí, esta baldía excusa convierte a la película en una imprescindible en el género de animación con dragones. Que nadie se la pierda.