Considerado como uno de los primeros clásicos del cine bélico yugoslavo, Dolina Miru (El valle de la paz) participó en la Sección oficial del Festival de Cannes en 1957 (el año que ganó la Palma de oro La gran prueba, y El séptimo sello y Kanal se llevaron el Premio especial del jurado), donde consiguió el premio a mejor actor (John Kitzmiller). A pesar de su éxito entonces, con el tiempo quedó un poco olvidada incluso entre sus compatriotas (principalmente debido a sus semejanzas con la película francesa Juegos prohibidos, de René Clément). Al menos hasta que, en el año 2016, coincidiendo con su 60 aniversario, fue reivindicada como la primera película eslovena en formar parte de la prestigiosa sección Cannes Classics, donde se presentó de nuevo en una versión restaurada.
La guerra y sus consecuencias vistas desde perspectivas infantiles. Un tema repleto de aristas y que, como las propias guerras (por lo que se ve), no parece tener fin en la literatura y en el cine. En Dolina Miru asistimos, de hecho, a un bombardeo estadounidense y sus consecuencias en una ciudad yugoslava (o eslovena ahora) durante la Segunda Guerra Mundial, donde un niño llamado Marko, yugoslavo, y una niña llamada Lotti, de ascendencia alemana, se quedan sin padres. En el orfanato donde ambos se encuentran, la pequeña Lotti comienza a hablarle al chico sobre el valle del que una vez le habló su abuela y donde siempre hay paz. Decididos a encontrar este «valle de la paz” que da título a la película, los dos niños escapan del orfanato. Nos volvemos testigos, así, de los horrores de la guerra, mientras el niño y la niña, escoltados por un piloto estadounidense que los ayudará a escapar de los partisanos y los soldados alemanes, intentan llegar a su destino.
La película, de pronto, no va tanto (o sólo) sobre mostrar esa perspectiva más propia de los niños en la guerra, como de escapar de un enemigo que es la guerra misma. Lo que une a estos tres protagonistas, provenientes de diferentes lados de la mayor división cultural y política del momento, es su humanidad. Entretanto, el director France Štiglic establece la violencia siempre como indigna e injusta, mostrando a gente sacada de camiones militares, soldados muertos ametrallados, etc. Pero no sólo eso, sino que también establece un vínculo entre la realidad de esta violencia y la simbología que ofrece el punto de vista de ambos niños. Por un lado, tenemos esa crudeza, como cuando Lotti piensa erróneamente que los tanques son casas y Marko la corrige diciendo que no son casas, sino destructores de casas. Por otro lado, tenemos la fantasía de los dos, que ven que dichos tanques tienen ruedas y por tanto también pueden ser coches con los que llegar más pronto a sus destinos, o al menos lo podrían ser en un mundo sin guerra.
Dolina Miru es una película muy interesante desde varios puntos de vista, pero resulta reseñable verla pensando también en la historia detrás del propio rodaje de la cinta a varios niveles. Teniendo en cuenta que estaban en pleno telón de acero, viviéndose una Guerra Fría —lo cual también pudo influir en la recepción de la película en su momento— y sin olvidar la propia realidad de Yugoslavia con Tito en el poder, con lo que eso conllevaría a la hora de hacer una película como esta, quizás algo más ajena al socialismo o al nacionalismo deseado entonces en el propio cine del país. En definitiva, una combinación a caballo entre la acción y el simbolismo (perdón: este comentario ha sido un pequeño juego de palabras comprensible para los que hayan visto la película), siendo el primero (el conflicto entre los partisanos y los alemanes, entre otras cosas) la base del segundo: la fe de los niños en encontrar el valle de la paz que representa los sueños más humanistas, a menudo sólo localizables en tierra de nadie, lugar siempre acostumbrado a los conflictos, por otra parte.