Hay algo más estimulante en el cine de género que pasar miedo en una estación de metro: que el vagón al que te subas en esa estación se convierta en una auténtica carnicería.
Próxima parada: la etapa tardía de los dosmiles en el terror, concretamente un fructífero año como lo fuera 2008, donde en Europa se presentaban películas para el recuerdo como Déjame entrar, Eden Lake o Martyrs (algo que traumatizó a uno de nuestros compañeros por su simple existencia), pero en el que también se seguía la moda de los ‹remakes› adaptados al lenguaje estadounidense, porque ellos siempre tienen esa necesidad de apropiación, como la versión de [•REC] bajo el título Quarantine o la expropiación del ‹J-horror›, que nunca ha acabado de funcionar por eso de no ser capaces de extrapolar el sentido de ese subgénero. Aquí encontramos a unos cuantos franceses paseando su estilo en adaptaciones como The Eye (de los directores de Ils) o Reflejos (Alexandre Aja ya venía de “remakear” una película de Wes Craven con estilo, pero consiguió desinflarse con los espejitos y continuar su carrera en leve pendiente descendente). ¿A dónde nos lleva esta retahíla temporal? A otro de los grandes hitos de los americanos, porque ya se sabe, si no pueden mejorar lo de los orientales, se traen a sus directores a hacer sus películas con sello original y todo solucionado.
Seguimos en 2008 solo para que Ryûhei Kitamura aterrice en los USA y así esparcir conocimientos y locuras transitorias en una película fiel a la época, al desbarre y al impacto. El vagón de la muerte (mucho mejor su original The Midnight Meat Train, aunque sea explícitamente narrativo) consigue una mezcla ya no solo de ideas, también de talentos. Junto al recién llegado Kitamura nos encontramos una historia corta de Clive Barker (al que agradecemos la creación de los personajes de Hellraiser, donde adaptaba su propia novela) y tres protagonistas como pez fuera del agua. Tenemos a la ídola adolescente Leslie Bibb (la rubia de la serie Popular), un Bradley Cooper que abandonaba la comedia momentáneamente para encarar uno de sus primeros papeles protagonistas y Vinnie Jones, que ya sabía lo que era dejarse llevar tras la inclasificable Survive Style 5+ de Gen Sekiguchi. Especial atención merece el pequeño papel de Brooke Shields, cuyo dulce rostro marida a la perfección con la personalidad fría y negociante de su personaje, que bien podría ser la antesala de lo que hizo René Russo en Nightcrawler —«muéstrame más violencia y te haré famoso»—.
Supongo que es el momento de subirse al metro. Leon es un artista y, como tal, lleva una holgada vida de esas que no tienen consistencia económica lógica, pero que le permite dedicar el 100% de su tiempo a perseguir “la esencia de la ciudad”. Un punto de inicio como cualquier otro para justificar el despliegue de efectos del director, porque realmente la historia en sí no tiene un gran peso, como sí lo tienen esa extraña combinación de gore y sufrimiento ajeno, investigación ‹voyeurista› y salpicones en primer plano —gracias a la efímera fama instantánea del 3D, que ha dejado un montón de películas con planos absurdos que solo envejecerán con nostalgia en el terror—.
Durante esa etapa ‹peeping Tom› de Leon podemos comenzar el seguimiento de la destreza como carnicero de un Vinnie Jones silente, bien vestido y metódico, sinónimos de asesino pulido y violento, la antítesis perfecta que consigue obsesionar al fotógrafo y que, por recursos de guion, pasa de ser el objetivo del éxito de Leon a ser simplemente un adictivo personaje que perseguir sin importar lo muerto que puedas acabar. Kitamura se esfuerza en combinar la parte dramática (arco de personaje incluido) en la realidad que vive su protagonista aferrándolo al sentido común mediante la interacción con sus amigos y prometida, junto al despiporre cárnico, pues las escenas que visualizamos en ese fatídico tren ya no solo son un grotesco desfile de vísceras, ojos voladores (gracias, Ted Raimi, por prestarte a tal salvajada) y toneladas de sangre, también hay destellos de genialidad con ciertas virguerías con la cámara relacionadas con el punto de vista, que deja como aficionado a Zemeckis y su famosa escena del espejo en Contact, unas secuencias además introducidas en escenas donde, si parpadeas dos veces, te las pierdes.
Llegados a este punto sabemos que los protagonistas poco tienen que hacer con su futuro en el género, pero Kitamura planta su puño en la mesa para decir que no tiene miedo al riesgo, que es capaz de sacar adelante cualquier guion descompensado en el universo “directores que destacan en sus países y se van a elaborar la baja estofa de USA”. Tal y como va avanzando la historia, la película gana enteros en turbiedad y despierta su interés en giros oscuros casi propios de Lovecraft conectados con pequeños filamentos, para que al final abracemos su temperamento cíclico, dejando entrever que El vagón de la muerte es algo más que la enésima medianía del año para llenar salas un par de fines de semana, porque la diversión (malsana) en esta estación sí está asegurada.