No sé si Alan J. Pakula tuvo en mente El mensajero del miedo mientras rodaba El último testigo. En cualquier caso, las conexiones entre aquel clásico del cine conspiranoico de Frankenheimer y la cinta de Pakula son notables; no ya por la instrumentalización de sujetos más o menos anónimos con fines perversos (en ambos casos, la perpetración de magnicidios), sino por la misma idea que transmite, tan perturbadora y al mismo tiempo tan plausible (o tan perturbadora por plausible), de que la realidad en la que nos movemos está regida por individuos que ejercen su poder desde la sombra, al margen del individuo y a veces, si procede, en contra del individuo. En tiempos de operaciones Gladio, de agresiones imperialistas encubiertas, de propaganda y manipulación informativa extrema… en tiempos, en fin, en los que la verdad parece una entelequia o un espejismo, un algo inaprensible y angustiosamente incierto, ficciones, como la de Pakula, fundamentadas en el poder de la mentira y del engaño para configurar un paisaje político-social que permita perpetuar aquellos ideales que sean afines al poder (aquel poder que es, sobra decirlo, quien plantea el engaño para asegurar su supervivencia), así como neutralizar aquellos elementos que cuestionen o pongan en peligro el sistema, mantienen hoy tanta vigencia como en aquellos convulsos años setenta, década en la que el thriller norteamericano alcanzó, quizás, su edad adulta, asumiendo un tono más áspero, realista y amargo, gracias al trabajo de directores como Lumet, Friedkin, Hill, Yates o el propio Pakula, que unos años antes había firmado la excelente Klute.
Los créditos, tanto de inicio como de cierre, de El último testigo, se inscriben sobre la imagen de un tribunal desprovisto de contexto: son sólo figuras impersonales, rodeadas de oscuridad, que deciden exiliar la verdad (no así la sospecha) de la mesa de juego, alentando en el espectador el temor de estar viviendo en un escenario gobernado por falsas apariencias, en un simulacro de democracia inquietante precisamente por lo complicado que resulta de desmontar. El personaje de Warren Beatty (que se mueve por la narración con una temeridad un tanto inverosímil, considerando las circunstancias), arquetipo del periodista de vida solitaria embarcado, por X razones, en una arriesgada búsqueda de la verdad, sufrirá en sus carnes las dificultades de tamaña empresa, encauzando el filme por los carriles del thriller de investigación periodística que el propio Pakula abordara, de forma más directa y exitosa, años después en Todos los hombres del presidente. En este sentido, la trama puede pecar en ocasiones de inconsistente, haciendo que algunos puntos de su desarrollo (especialmente los concernientes a la siniestra corporación Parallax, algo así como una sucursal encubierta de potenciales asesinos o de propicios chivos expiatorios, a elegir) resulten algo difusos, haciendo peligrar la credibilidad del relato. Por suerte, el tono sobrio y pausado de que hace gala la película, así como la precisión en la puesta en escena de Pakula, robustecen el tronco dramático de la cinta y mantienen en todo momento la atención del espectador.
Haciendo un uso inteligente de la elipsis, prescindiendo de tramas secundarias prescindibles (no hay romance ni falta que hace), y, muy especialmente, sabiendo jugar con enorme inteligencia con los espacios, Pakula calibra el impacto de su película con mano diestra. Apoyado en una excelente fotografía de Gordon Willis, acierta al contrastar los interiores sombríos, cuando no directamente opresivos y tenebrosos, con unos exteriores claros, llenos de oxígeno, y unos amplios espacios interiores (estadios, grandes superficies empresariales) en los que se adivina cierto gusto por la geometría y por la prevalencia de una atmósfera aséptica y deshumanizada. La forma en que trabaja, con minuciosidad y sentido, la arquitectura del plano, llega a su culmen en un último tercio memorable, en el que grandes planos generales resaltan la insignificancia del individuo, mera pieza a merced de los caprichos del poder, que siempre será abstracto, colectivo e indescifrable, casi como las imágenes que filma Pakula. Por su parte, la tensión narrativa, fraguada con una paciencia desacostumbrada hoy en día (verbigracia, la escena del avión), bascula a lo largo del relato con habilidad, reforzada ocasionalmente por la inquietante partitura de Michael Small. En líneas generales, encontramos a un director en pleno dominio de sus recursos, capaz de plasmar el amargo poso del guión firmado por Giler y Semple Jr. en imágenes fascinantes, como todas las que constituyen su helado y extraordinariamente bien medido clímax final.
Un año después, Los tres días del Cóndor, de Lumet (no por casualidad escrita, también, por Semple Jr.), heredaría en cierto modo tanto el pesimismo espiritual como la vena conspiranoica del film de Pakula, invitando al espectador a desconfiar de todo y de todos. Y es que, aunque estemos ante relatos de ficción que no conviene tomar al pie de la letra, nunca está de más que el cine (y más el que proviene de USA, y más aún el que proviene de dentro de la industria) se decida a cuestionar un poco los cimientos que sustentan nuestra realidad, a azuzarnos la modorra e invitarnos a reflexionar sobre el mundo en el que vivimos. Y si además lo hace con la severidad, la elegancia y el pulso certero que demuestra el autor de Klute, mucho mejor.