Si alguien reúne los ingredientes del drama hegemónico hollywoodiense y los traslada a un episodio como los campos de exterminio nazis, la línea entre lo terrorífico y lo azucarado (es decir, convertir lo grotesco en trivial) es extremadamente fina. El director Rober M. Young consigue (con relativa habilidad) surfear esa ola banalizadora y a la vez apostar por toda la artillería dramática del efectismo emotivo ‹made in USA›, sin disimular lo que pocos años después haría Spielberg en La lista de Schindler (1993). En El triunfo del espíritu sintetiza el horror del holocausto encerrándonos con Salamo (Willem Dafoe), un boxeador de prestigio cuyas victorias en el cuadrilátero lo respaldan, en Auschwitz. Junto a su familia, el protagonista deberá sobrevivir a toda costa, sacrificándose y peleando en un ring improvisado para el mero divertimento de los carceleros y un alto mando de las SS que lo apadrina. Salamo usará su astucia y su habilidad no solo para sobrevivir él mismo, sino para ayudar a los suyos en un contexto donde cada hora manteniéndose con vida significa un auténtico milagro. Cada gancho, cada victoria, le supondrán alguna recompensa, le concederán algún minuto más en la prorrogación de las duchas. El boxeo os hará libres.
La cinta no renuncia a la exposición de la crueldad nazi, y tampoco escatima en mostrar la devastación moral y la deshumanización que padecieron los deportados. Todo esto supone una baza que resulta salir bien (hablo en el sentido formal), un recurso del cual el director parece legitimado a disponer y, en conjunto, acaba ofreciéndonos una mirada más de la vida en los campos, un retrato cuidado y respetuoso que nos confina dentro de las letrinas, las áreas de trabajo y los barracones, haciéndonos testimonios oculares de la rutina y el día a día en el infierno. Los detalles del interiorismo de Auschwitz, de la cotidianidad de la barbarie, logran canalizar un certero y profundo sentimiento de pavor y de incomodidad, que hacen inevitable rememorar el Si esto es un hombre, el libro de Primo Levi. Los planos desenfocados, las escenas donde se intuyen los hornos crematorios y las chimeneas humeantes (es fácil pensar que László Nemes la revisó para El hijo de Saúl, de 2015), o el despliegue de una producción generosa (el vestuario, la recreación del campo o la escenografía) dan paso a una película brutal, estructuralmente bien edificada, que pone todo su empeño en denunciar este capítulo oscurísimo de la historia moderna de Europa.
Eso en cuanto la forma. Por lo que a la eficacia narrativa se refiere, El triunfo del espíritu ofrece una historia clarividente y resolutiva, aunque enmarcada de manera un poco forzada en el ambiente. Quizá la ejecución del drama personal de Salamo y sus parientes no se acaba sincronizando con todo el peso del contexto histórico que representa, y que el espectador ya conoce. Es cierto que alguna escena consigue sublimar el sufrimiento y el padecer de los personajes. De hecho, la película incluye alguna que otra secuencia desgarradora que expresa el sufrimiento individual, lo comparte, y, por lo tanto, lo universaliza. Dafoe y el resto del elenco (Robert Loggia, Kario Salem, Hartmut Becker, Kelly Wolf) ayudan a esa catarsis. Pero el ritmo y la dirección de la trama parecen flaquear en algún punto, despistándonos y alejándonos lo realmente importante: la atrocidad de la solución final. En este sentido, las bifurcaciones narrativas confunden y autoboicotean la solemnidad de todo lo que está expresando la película. El peor enemigo de El triunfo del espíritu (que podría haber sido de culto o ejemplar) es ella misma, y las aspiraciones juegan en su contra, dando lugar a un filme sobre el holocausto notable y bien intencionado, pero olvidable y a ratos empalagoso. Uno más, si es que acaso algún día serán suficientes.