Pocas frases más icónicas que aquella que rezaba «En el espacio nadie puede oír tus gritos», y predisponía ya en la misma tanto un escenario como un género que, obvio, el Alien de Ridley Scott replicaba con maestría sin obviar una serie de precedentes que servirían al guionista y cineasta Dan O’Bannon para dar forma a uno de esos tótems del cine de terror. Entre ellos, y casi dos décadas antes, hallamos el que sería uno de los referentes del film que iniciaría una saga que perdura, y continúa a día de hoy de la mano de Fede Álvarez, y que encontraba en un cineasta vinculado a la serie B de la época, Edward L. Cahn, algunos de los preceptos que más tarde emplearía Scott en su obra maestra.
Obviamente, y no nos engañemos, con El terror del más allá estamos ante un título cuya naturaleza —esa citada serie B sobre la que orbitaría la carrera del neoyorquino— habla por sí sola, trazando un ejercicio tan modesto como apreciable que encuentra en los vericuetos de una ‹sci-fi› en ocasiones de lo más sugerente y en las cotas de un horror sencillo pero conocedor de sus habilidades algunas de las virtudes por las que no parece extraño que fuera modelo. Y es que si bien es cierto que nos topamos con algunas de sus carencias en una narrativa esquemática y más bien simple, y en una puesta en escena a ratos ciertamente limitada, cabe destacar que Edward L. Cahn sabe emplear siempre esa economía de medios para configurar una pieza que deviene algo más que una mera curiosidad: descubre, en la creación de la particular mitología de ese monstruo que aterrará a los habitantes de una nave, algunos rasgos que hacen de su obra una ‹rara avis› a redescubrir, ni que sea como complemento para los aficionados del género (lejos de la saga Alien). Así, y aunque a nivel estético no otorga grandes incentivos —como sí lograría algún otro título del cineasta, como aquella La invasión de los hombres del espacio de la que Tim Burton tomó a esos alienígenas cabezones para su Mars Attacks!—, la verdad es que crea un universo lo suficientemente personal como para que no se sienta otra de tantas despersonalizadas cintas que dio de sí la ‹sci-fi› de los 50 y los 60.
Con ideas, inventiva y los recursos necesarios como para ir desarrollando la trama sin que se sienta mecánica o carente de alicientes, El terror del más allá quizá no funciona con tanto tino en esa ciencia ficción por momentos vaga —digamos que no parece importar demasiado lo que pueda suceder con el armazón de la nave si se cumple el objetivo de liquidar al bicho en cuestión—, que sin embargo deja detalles, como comentaba, de lo más interesantes —como esa secuencia en el exterior en completo silencio, una característica que también aprovecharía Scott para su Alien—, pero siempre encuentra las soluciones adecuadas para llevar a buen puerto sus aptitudes. Un ejemplo sería ese misterio inicial que, como en su predecesora, apenas dará forma al alienígena más allá de algún plano muy concreto y un uso inteligente de la iluminación; o los distintos segmentos sobre los que irá orbitando al relato, buscando la forma de poder librarse de la misteriosa criatura.
El terror del más allá elude intencionadamente el aspecto psicológico de sus personajes, que solo desarrollará en busca de fomentar esa intriga inicial, durante sus primeros minutos, y prioriza de este modo un ejercicio elocuente, con cierto encanto pero, ante todo, capaz de hacer de sus medios una valiosa arma que ya anticipaba el terror espacial que se propagaría años más tarde, llegando a la conclusión de que habría que evitar en un futuro los páramos de un universo que, por suerte, otros autores considerarían pertinente continuar explorando, y expandiendo.
Larga vida a la nueva carne.