Ya consagrado en la década anterior como uno de los maestros del cine épico (lo que en mi época se llamaba cine religioso o cine de romanos) gracias a títulos inmortales como El rey de reyes o Los diez mandamientos, los años 30 del siglo pasado fueron sin duda la época de mayor esplendor artístico y libertario de uno de los pioneros del cine espectáculo de Hollywood como fue Cecil B. DeMille. Un director que, en mi opinión, en más reconocido por su nombre que por su trabajo —más allá de tres o cuatro películas muy famosas no existe una reivindicación clara de su figura como sí la hay de otros nombres de su generación como Henry King, Frank Borzage o Allan Dwan por poner tres ejemplos— siendo éste un punto desconcertante puesto que DeMille fue uno de los autores más extraños, fascinantes y también influyentes de la historia del cine, con herederos muy claros en el cine contemporáneo como Steven Spielberg, James Cameron o Michael Bay (esos directores/productores que tan bien conocen los gustos del público occidental).
Con El signo de la cruz arrancó una trilogía de cine épico ciertamente encantadora completada con Cleopatra y Las cruzadas. Películas tachadas por muchos críticos como carentes de rigor, sensacionalistas e histriónicas. La verdad es que estos calificativos son difíciles de rebatir, pero eso es lo que las convierte en unos dulces irrenunciables y dignos de estudio. Lo que más me impacta, pasados ya 90 años desde la realización de estas películas, es la absoluta falta de control que demostró DeMille pasándose por debajo del forro las férreas inspecciones de la censura de la época (eran los años del alumbramiento del famoso Código Hays). Este hecho fue posible por el poder que tuvo DeMille como líder de la Paramount Pictures y también por su forma sibilina de engatusar a aquellos que querían meter las tijeras en sus películas. Se dice que nadie supo conectar mejor con el público americano que el autor de El mayor espectáculo del mundo, hombre que conocía las debilidades y bajos instintos de una sociedad a priori puritana, pero a la que le gustaba mirar por detrás de la cortina todo tipo de actos impíos, sobre todo si desprendían gotas de sangre y sexo, mucho sexo.
Fue así como se edificó El signo de la cruz, una cinta que mezcla con mucho desparpajo y descaro tres de los pilares sobre los que se cimentó la sociedad estadounidense: la religión, el sexo y la violencia. Partiendo de una pieza teatral que se parece en demasía al Quo Vadis de Henryk Sienkiewicz, DeMille articuló una película coral —donde no existe un protagonista claro ni absoluto pese a la presencia en el reparto del actor fetiche de la Paramount de los años 30, el gran Fredric March, y las inquietantes apariciones de la francesa Claudette Colbert y del británico Charles Laughton como Popea y Nerón respectivamente— en la que las intrigas palaciegas, el romance, el erotismo muy presente en los primeros actos del film, la descripción de los inicios del cristianismo como religión política y unas pequeñas dosis de acción ‹made in› años 30 fueron meros trámites necesarios para poder culminar su idea con unos treinta minutos finales absolutamente delirantes, pasados de rosca y, por tanto, inolvidables para todos aquellos que hayan visto la película.
En este sentido, la peli arranca destapando a Laughton como Nerón regocijándose de su gran obra: el incendio de Roma. Tras la advertencia de varios de sus consejeros, Nerón decidirá perseguir a los cristianos como responsables de las consecuencias del desastre con el fin de evitar que el pueblo pueda señalarle ante un siniestro causante de miles de muertes y destrucción. Esta leve presentación de un Nerón mesiánico y megalómano, ido de todo signo de razón, dará paso a un magnífico plano en grúa donde podemos observar dos de las señas de identidad de la peli: los espectaculares decorados que recrean la antigua Roma y las enormes cantidades de extras empleados por DeMille para dar mayor sensación de realismo a cada una de las secuencias donde resulta necesaria la presencia de gentío de masas. Seremos testigos de la llegada a Roma de un apóstol cristiano que acude a la ciudad para reunirse con un grupo de feligreses que ansían conocer más de cerca la figura de Cristo. Entre ellos se encuentra un humilde artesano que ha acogido en su casa a dos huérfanos: Mercia (Elissa Landi) y Esteban (Tommy Conlon). Pese a ser señalado por dos chivatos a sueldo de los pretorianos, el supuesto filósofo será dejado en libertad con el objetivo de seguir sus pasos y dar con el grupo de cristianos a los que culpar del incendio de la ciudad. Sin embargo, uno de los prefectos, llamado Marco (Fredric March), amante de la esposa del César Pompea, quedará prendado de la joven Mercia obsesionándose con ella y tomándola bajo su protección. Este hecho será aprovechado por un pretoriano rival de Marco para intentar traicionarle y así ganarse el favor de Nerón.
La película empleará un tempo narrativo basado en fogonazos representados por escenas de gran impacto visual. La primera es la comparecencia de Pompea bañándose en una lujosa tina de leche totalmente desnuda. La segunda, la secuencia de la tortura de Esteban que provocará que el joven acabe delatando a sus compañeros. La tercera, las bacanales en casa de Marco, donde la insinuación sexual y la lujuria harán acto de presencia a través de inquietantes y sensuales escenas musicales repletas de vicio y vino. Y finalmente, mediada la mitad de la película, la secuencia de la matanza y apresamiento del grupo de cristianos delatados por Esteban, acto de extrema violencia de cristianos masacrados a tiro de flecha y, asimismo, cazados con objeto de ser enviados al circo para goce y disfrute del populacho y del todopoderoso Nerón.
De hecho, uno de los puntos fuertes de El signo de la cruz es sin duda su fuerza narrativa, muy visual, emparentada con el cine mudo de finales de los años 20. Así, la película puede seguirse sin necesidad de diálogos, tan solo visualizando los planos e interpretaciones de su elenco sabremos sin problema cual es el texto y el contexto narrado, siendo los planos medios y unos primitivos ‹travellings› los instrumentos empleados para dialogar con el espectador.
Todos estos mimbres narrativos fueron los cimientos aplicados para dar lugar a la recreación de la gran fiesta que nos tenía reservada DeMille: el circo de Roma. Es increíble como el autor de Policía Montada del Canadá creó una atmósfera que reproduce con mucho tino el hábitat de lo que debió ser este lamentable espectáculo. Sencillamente espectacular fue la construcción del propio circo y su público, para lo que DeMille no se dejó nada al azar. Pero, lo que resulta impactante e inolvidable es el propio espectáculo: gladiadores luchando a muerte sin piedad, sangre a borbotones, descuartizamientos, decapitaciones de enanos de circo, enanos empalados por un sable, mujeres atadas a un mástil a la espera de que un gorila las aceche, elefantes reventando la cabeza a unos cristianos maniatados en el suelo, leones devorando a figurantes… DeMille fue muy listo, cortando esta extrema violencia, exhibida en primer plano, con contraplanos que reflejaban los sentimientos de los espectadores del circo, lanzando una especie de metáfora de lo que podría sentir el espectador que había comprado la entrada de cine para asistir a su producción al visualizar esta violencia excesiva. En este sentido, se mostrarán, abruptamente en medio de la orgía de sangre, primerísimos planos del público asistente anónimo manifestando piedad, vergüenza, tristeza, pero también vicio, perversión, depravación ante el sexo y la violencia, vileza, psicopatía, filia por la sangre y la muerte del diferente… Esto es, con unos simples planos reveló las vergüenzas de la a priori puritana y decente sociedad americana de la época.
Pero lo que resulta aún más chocante es que este aquelarre de perdición fue culminado con una de las escenas más bellas y delicadas que recuerdo. La de la redención de Marco y su sacrificio vital por el amor que siente por Mercia. Una secuencia de una sensibilidad extrema que nada tiene que ver con lo expuesto en la media hora anterior. Así, seremos testigos del bautizo de un alma pecadora que expía sus pecados con un acto de fe y amor sin medida. Una secuencia que nada muestra, optando por lo implícito en unos últimos cinco minutos que derrumban todo lo anteriormente construido.
Esta soberbia dicotomía convierte a El signo de la cruz en una película inolvidable y sin duda una de las mayores obras maestras de la filmografía de Cecil B. DeMille. Un autor que supo como nadie explotar comercialmente las debilidades del público americano dando lugar a una serie de obras que aún hoy en día se observan como ágiles, entretenidas, muy potentes arquitectónicamente y atmosféricamente especiales.
Todo modo de amor al cine.