Sin llegar ni mucho menos a los estándares de producción y calidad del cine estadounidense, también en nuestro país hubo un tiempo, allá por la década de los cincuenta y sesenta, en el que la industria explotó con eficacia el filón del cine noir, el thriller y la intriga criminal, bajo la batuta de cineastas hoy generalmente poco valorados o directamente olvidados como Julio Coll, Antonio Santillán, Ignacio Iquino o los enormes José María Forqué o Francisco Rovira Beleta. Dentro de esas muchas joyas que fueron dando forma al thriller venidero (ya en manos de gente como Vicente Aranda, Carlos Saura o Enrique Urbizu), El salario del crimen es una de las más recomendables. Principalmente, por su tono progresivamente fatalista y su retrato complejo de un hombre arrastrado hacia los márgenes de la ley por el influjo de una sibilina ‹femme fatale› (la francesa Françoise Brion), tal y como marcan los cánones del género. La pasión de tintes obsesivos abre la puerta del crimen, pero lo interesante está en cómo, al hacerlo, la cinta nos habla también de posiciones sociales, arribismo y rencor de clase, dibujando un preciso fresco de la España de la época en el que los elementos indisociables del noir americano son sustituidos por otros inequívocamente propios (en vez de clubs nocturnos y bajos fondos, tenemos tablaos flamencos y patios de corralas).
El encargado de llevar a buen puerto el proyecto es Julio Buchs, artesano principalmente curtido en el western (suyas son obras tan estimables como El hombre que mató a Billy el Niño y Los desesperados). Con la colaboración de los guionistas José Alonso Oriba y José Luis Martínez Moll, Buchs pergeña un ingenioso e imprevisible relato criminal que comienza de forma más o menos convencional, para poco a poco virar hacia el thriller de clara estirpe moral, con un desarrollo del suspense magníficamente calibrado y un final trenzado con verdadera maestría (y con un exquisito sentido de la ironía). Salpicado de algunos toques de humor y costumbrismo (quizás no siempre acertados), El salario del crimen es un thriller siempre entretenido y absorbente, seguramente sin la plasticidad ni el aliento expresionista de los mejores ejemplos del género, pero aun así sólido y de una fluidez narrativa nada desdeñable. Los pocos elementos de acción están bien llevados (la huida en la azotea), pero lo que destaca es la capacidad de Buchs para generar intriga y tensión con muy pocos recursos, algo evidente en la escena cumbre del atraco, inteligente tanto en su planteamiento como en su puesta en imágenes.
Hoy en día, acostumbrados a metrajes estirados donde abunda el relleno y el subrayado, resulta placentero recuperar la solvencia y economía de los narradores de antaño, que sabían ir al grano con admirable decisión y orquestar tramas de suspense tan apasionantes como la que nos ocupa sin sobrepasar los noventa minutos de duración. De este modo, una historia más o menos clásica de corrupción moral, caída y redención, se convierte en un entretenimiento tenso y pautado con pulso de cirujano, poseedor, además, de más fondo y sustancia de los que cabría esperar inicialmente. Falla ocasionalmente el tono de los diálogos y de algunas interpretaciones, probablemente por arrastrar cierta herencia teatral ya entonces tendente a la desaparición, pero no deja de ser un gusto encontrarse con un reparto tan estimulante, desde el carisma de Arturo Fernández o Alberto Dalbés, al talento puro de José Bódalo y Tomás Blanco. De guinda, Manuel Alexandre poniendo el contrapunto cómico en su papel de policía al que nadie toma en cuenta. Otro motivo más, aparte de todos los mencionados con anterioridad, para considerar esta pequeña película de Buchs una de las aportaciones más notables al género de las surgidas en los años sesenta, amén de una de las gemas ocultas de nuestra cinematografía. A recuperar totalmente.