La serie B americana de fantasía, terror y ciencia-ficción de los años cincuenta, que en su contexto puede que resultara tan terrorífica como pretendían sus responsables, es disfrutada hoy desde una perspectiva fundamentalmente irónica y nostálgica. Son obras cuyo artificio está tan a la vista (en forma de disfraces y efectos especiales deliciosamente toscos e ingenuos) que resulta prácticamente imposible que inspiren miedo o inquietud al espectador; ahora bien, de esa misma inocencia en la utilización de recursos para generar terror deriva también gran parte de su encanto, cuyo aroma a autocine resulta una de sus señas más reconocibles. Pues bien, dentro de esta producción de películas caracterizadas por su sencillez argumental (a menudo un tanto disparatada) y sus escasos medios, surgían ocasionalmente gemas cuya valía cinematográfica sobrepasaba con mucho el objetivo principal de mero entretenimiento que se les presuponía a este tipo de cintas, enfocadas principalmente a adolescentes. Jack Arnold, artesano de la serie B con alma de poeta, firmó en 1955 una de las grandes obras maestras del género con La mujer y el monstruo, vagamente inspirada en el romanticismo animal de King Kong. Sin traicionar los postulados de la (habitualmente cándida) ci-fi de los años cincuenta, supo inyectar a este material teóricamente menor unas cargas de lirismo y de genuina fuerza cinematográfica que hicieron de ella una (hermosa) anomalía dentro del cine de monstruos de aquella época.
En la secuela que hoy comentamos, igualmente dirigida por Arnold, se ha perdido en gran medida ese fulgor poético que hacía tan relevante la cinta original. Sin Julia Adams ni esas hipnóticas imágenes que la mostraban nadando junto a una bestia que la miraba con deseo desde las profundidades, lo que resta ahora es un relato más prosaico y convencional sobre un monstruo atrapado a traición, desplazado de su entorno natural y sometido al escrutinio de una masa humana fascinada (y amenazante) contra la que, inevitablemente, se rebelará. Sigue en pie, por tanto, el legado de King Kong, no sólo en la conversión del hombre anfibio en carne de circo y ciencia, sino también en el interés romántico que lo lleva a arriesgar su vida innecesariamente, este vez no por apropiarse el amor de Julia Adams, sino el de otra belleza (esta vez rubia) que responde al nombre de Lori Nelson. Porque podrá ser un monstruo repugnante, pero tonto no es. Lamentablemente, toda esta parte romántica está peor desarrollada que en el original, abundando las escenas olvidables de coqueteo entre Nelson y su partenaire masculino (un John Agar correcto y siempre abonado a este tipo de cintas). Lo que resulta más atractivo de la función, empero, es su inclinación por el peligroso comportamiento de la criatura. Escenas como la de la fuga del centro marino o el ataque a los dos universitarios (el momento en que estampa a uno de ellos contra un árbol es impagable) resultan genuinamente emocionantes.
Sin estar ante una gran película (más aún comparándola con la primera parte), lo cierto es que nos encontramos ante una serie B maja que se puede disfrutar si se sintoniza con este cine de monstruos tirando a pop, con disfraces burdos pero adorables al mismo tiempo, una trama rápida y sencilla, y un acabado formal muy competente, que para algo tras los mandos está alguien tan aplicado como Arnold, capaz de solventar los elementos más rutinarios del guión con su buena mano para narrar y filmar (hay algunos fogonazos de poesía que revelan de lo que era capaz). Una buena oportunidad de profundizar en una forma de cine de terror marcada por la artesanía y la ingenuidad, antes de que la aparición del gore y de los efectos por ordenador renovara la faz del cine de monstruos, ahora más centrado en el impacto realista que en otra cosa (para lo bueno y para lo malo).