La ‹road movie› siempre ha sido el terreno propicio para el ademán humorístico, esa mirada distendida y aguda desde la que relajar aquello que, en ocasiones, pueden ser muchas horas en un vehículo en marcha. Aunque ese vehículo sólo goza de una plaza —o dos, aunque no sea lo ideal para este tipo de travesías, y tampoco permita una comunicación muy fluida en tal caso— en uno de esos trabajos desplazados a un segundo plano dentro de la filmografía de Juan Antonio Bardem —algo, por otro lado, lógico ante piezas maestras como Muerte de un ciclista o Calle Mayor—, quien dispone en El puente el elemento cómico es un Alfredo Landa ya habituado por aquel entonces a llenar salas gracias a su talante para la comedia —numerosos títulos de cineastas como Pedro Lazaga, Sáenz de Heredia y Ramón Fernández así lo atestiguan—, aunque con una disposición distinta más allá del chascarrillo y la gansada tan típica de la época; porque, en efecto, El puente no es precisamente un producto cercano a la zona de confort de Landa, que se ve interpelado en esta suerte de ‹road movie› social cuya radiografía no puede resultar más certera.
Es, de hecho, una de las frases («Lo malo es que siempre es eso: un espectador») dirigidas a Juan, el protagonista, por parte de uno de los integrantes de un grupo teatral que se cruzarán en su camino, la que precisa casi sin quererlo las bases de un sugerente retrato acerca de esa clase media adormecida e individualista cuya glosa, acertadamente, también recoge una de las coletillas más empleadas por Juan («Tú a lo tuyo»). Juan Antonio Bardem compone así un viaje repleto de secuencias e incluso momentos casi testimoniales que no sólo describen a la perfección el contexto de un país dividido por condiciones, credos y castas o, dicho de otro modo, por esa distancia entre clases, además ponen sobre el tapete la frustración de una clase media a partir de las distintas situaciones que deberá confrontar Juan y su respuesta ante las mismas. Un panorama sobre el cual, en cada situación, el autor de Cómicos afila su cine, y lo hace tanto desde la escritura de personajes henchidos de razones y motivaciones mediante las que describir al protagonista —el interpretado por una abrumadora Pilar Bardem en apenas minutos, esa pareja de amigos que Juan encuentra casualmente en una de sus paradas en un área de servicio, o el ya citado grupo teatral—, como a través de unas estampas que, por instantes, se muestran incisivas, poseedoras de la extraña fuerza que desprenden tanto las imágenes suscitadas por la cámara de Bardem, como un montaje conciso y no pocas veces demoledor —ese accidente presenciado por Juan, o su fugaz mirada al interior de un coche copado por una familia numerosa mientras apura un bocadillo—. Todo ello acompañado por una gran banda sonora compuesta por Juan Prieto que, en ocasiones, hace el resto y contribuye a apuntalar ese contexto magníficamente descrito por el cineasta.
Esto apuntala la creación de un tejido que aleja al film de la mera vindicación, desplazando una sensación de panfleto que en ningún momento logra asomar gracias, especialmente, a su condición de acerado retrato, tan capaz de realizar un dibujo complejo y amplio de miras, como de trazar esa desazón que se persona en no pocas ocasiones durante el viaje de Juan; un reflejo que se apoya inicialmente en un certero off para dar paso más adelante a una serie de soliloquios que, si bien no encajan del mismo modo en el relato, exteriorizan a la perfección las intenciones e inquietudes desgranadas por un fabuloso Alfredo Landa, que sabe trascender a ese típico rol de “Viva la vida” —y que, aquí, Bardem toma como base con destreza en ese espejo de un personaje despreocupado y egoísta como el que más— componiendo un retrato repleto de vicisitudes que otorga mayor profundidad, si cabe, a El puente; un ejercicio tan sugestivo como desacomplejado que no duda incluso en recurrir a mecanismos metacinematográficos —todo lo que atañe al grupo teatral: desde esa primera toma de contacto en mitad del campo o la cáustica referencia al destape, a la canción final que entonan y la intencionalidad del plano que les despide— que exponen, una vez más, la maestría de un cineasta cuyo sustrato queda glosado con destreza en obras como la que nos ocupa, cuya reivindicación pocas veces se antojó más indispensable que en los tiempos que corren.
Larga vida a la nueva carne.