Un hombre en paro equivale a un hombre que ha sobrepasado en creces el borde del ataque de nervios, por eso de no conjugar bien las medias tintas. Si hombres aplatanados, olvidados y ociosos que no consiguen a cierta edad encauzar su vida tras la pérdida del trabajo al que se dedicaron hasta desgastar su alma han inspirado cientos de películas, siendo un tema recurrente cada vez que hay una crisis socio-económica en cualquier país, lo que implica que cada año lleguen a nuestras pantallas unas cuantas, nos vamos a centrar en el humor para disfrutar de una de estas crisis existenciales.
La historia que nos trae hasta aquí lo tenía todo. Eran los 70, y Neil Simon ya conocía las mieles del éxito por sus obras de teatro que cosechaban premios con los que alardear en Broadway. Suya es La extraña pareja, que tanto sobre las tablas como en el cine había hecho reír a Estados Unidos al completo. Melvin Frank se encontró con la oportunidad de dirigir El prisionero de la Segunda Avenida, creada para el teatro y que el propio Simon había adaptado para la gran pantalla, haciendo coincidir a uno de los pilares de La extraña pareja, un maduro Jack Lemmon (eso sí, sin Walter Matthau) que calibraba ya como un experto sus muecas entre el drama, la desesperación y el humor más simple. Por otra parte, como réplica femenina fue elegida Anne Bancroft, quien unos años antes hizo suspirar a muchos con su papel en El graduado, dando forma con soltura a la esposa complementaria.
Aunque todos estos nombres juntos podrían hacer estallar en mil pedazos la cartelera, El prisionero de la Segunda Avenida ha llegado sin el brillo de la gloria a nuestros días, siendo una comedia peculiar, divertida y, aunque algunos de los ideales mostrados se hayan quedado un tanto obsoletos, es una dignísima pataleta de la clase media-alta.
Nos centramos en Mel, un hombre cerca de los cincuenta desencantado de su casa, trabajo y vida en general, que supera las primeras horas del día a base de todo tipo de altercados en los que el mundo le pisotea y ningunea con fuerza. Un buen escaparate previo a ese esperado ‹crescendo› de crispación personal que va haciendo que Jack Lemmon saque por la cabeza el humo de la tetera para estallar en crisis nerviosa. A su lado su esposa, que intenta calmarle, escucharle, entenderle para que todo vuelva a la normalidad.
Manteniendo la fidelidad de escena de cualquier obra de Broadway, la mayoría de actos se sitúan en el salón de la casa que comparten, un catorceavo piso en el ajetreado Nueva York que dista de ser perfecto aunque sea muy caro. La entrada y salida de personajes vive a juego con los verborréicos diálogos, ágiles, rápidos y personalizados, sin cortar la esencia teatral pese a lo cambios de cámara. Mel va deformando su carácter mientras vemos ese choque temporal en el que la mujer pasa de ser ama de casa a ser trabajadora, moderna… y ama de casa igualmente, siendo Mel poco más que una marmota huraña emancipada de cualquier tarea doméstica.
Lo embrollos se suceden, ya no solo para dar forma a la comedia, también sirven como crítica de una sociedad abarrotada y desencantada ante el prójimo, que se perfila mediante pequeños cortes de noticiarios radiofónicos con historias imposibles y jocosas por igual. La delincuencia, el paro, la familia… todo vinculado a Don Dinero, esa enfermedad del primer mundo que convierte a Mel en poco más que un preso de su propio hogar.
Cabe destacar una escena en la que Lemmon persigue a la carrera por todo Central Park a un joven Silvester Stallone, dando forma definitiva a la liberación de todo miedo y rabia acumulada del personaje principal, y de paso, a una cómica batalla deportiva a modo de ratón persiguiendo al gato.
El prisionero de la Segunda Avenida es redonda y desacomplejada, poco amiga de las sutilezas pero ingeniosa, con un Jack Lemmon en su salsa, perfeccionando un papel ya visto pero que casa a la perfección con las respuestas de Anne Bancroft, que mantiene la postura en cada cambio de rol. Un teatro cinefílico que merece un poco de nuestra atención, solo por ver al hombre de mediana edad enfrentándose a sus ataquitos de falso moderno, a ratos irreverente, a ratos infantil, en una etapa hollywoodiense ya desgastada que nos permite tildarla de pequeña joya.