En la década de 1960, el cine estadounidense entró en una etapa de declive creativo y, además, sufrió una drástica reducción de la asistencia del público a sus salas de exhibición de películas. La televisión le seguía ganando espacio como medio de distracción y la gente prefería quedarse en casa antes que ir a un teatro.
Ante este escenario, Hollywood trató de recuperar su protagonismo local y mundial a través de algunas estrategias. Impulsó producciones de gran presupuesto, rodadas en coloridos escenarios exteriores de gran belleza. Hizo participar en varias realizaciones a un gran número de actores famosos. Además, aplicó innovadora tecnología en los formatos de filmación para marcar una diferencia con el limitado encuadre que ofrecía la pantalla de televisión.
El oro de Mackenna (1969) ejemplifica lo dicho anteriormente. Rodada íntegramente en escenarios naturales del Oeste, se presenta como un extraño western que aprovechó, para su concepción, la significativa alteración que se hizo a los rígidos códigos del género americano por excelencia, durante los años 60s, por la irrupción del spaghetti western.
De este modo, J. Lee Thompson, director del filme, estructura una historia, sustentada en una leyenda apache, que generó controversia en su momento por la manera como la contó; aunque hubo un sector del público que la destacó por su enfoque fantástico y por generar una propuesta alternativa para sumar esfuerzos en pro de recuperar a un género que estaba desapareciendo.
La película recurre a una de las temáticas más utilizadas en el western: la fiebre del oro. Su trama se centra en la búsqueda que emprende un grupo de bandidos de un tesoro indio escondido en un lugar que sólo conoce un sheriff, al que tienen prisionero. En su travesía se irán uniendo otras personas ansiosas de conocer el sitio y hacerse ricos, pero muchos morirán en su intento.
La historia tiene cierta semejanza a la leyenda sudamericana de El Dorado, cuando en la época de la conquista española se regó el rumor de la existencia de un reino en donde todo era oro, hasta la vestimenta de su rey. El encontrar este lugar se convirtió en una obsesión para los conquistadores, que hicieron de todo para que el mito se convierta en realidad. La muerte, la locura y la derrota fueron las constantes de una misión que nunca encontró su soñado destino.
El oro de Mackenna recoge estos elementos legendarios para retratar en su argumento la actitud que asume el hombre para alcanzar el oro, principal símbolo de riqueza siglos atrás. Aborda a la avaricia como un virus causante de la transformación irreversible de una persona, en donde la desesperación por alcanzar su objetivo lo hace inquebrantable y carente de cualquier consideración sensata sobre su vida. Solo la muerte podrá detener a esta arremetida de ambición.
Rodada en formato Súper Panavisión 70, El oro de Mackenna centra su interés en lo superficial. La espectacularidad de sus escenarios es lo primordial por sobre cualquier fundamento artístico. El protagonista esencial del filme es el paisaje de montañas rocosas, inmensos valles y coloridos lagos, suficiente para llamar la atención a públicos ávidos de sentir viajes imaginarios en una pantalla panorámica.
La inclinación de la película por alcanzar en todo su contenido una atractiva composición de la imagen, derivó en que se descuide de poseer un argumento coherente. Se podría afirmar que el guion del filme fue sometido al interés de poseer una recurrente fotografía colorida y llamativa de la naturaleza.
No obstante, esta superproducción, dentro de su rígido esquematismo escénico, logra un momento admirable cuando de manera subliminal, y a través de la retina del ojo de un zopilote, atrapa la mirada del espectador con la intención de hipnotizarlo para que acompañe al ave en su vuelo y sea, desde las alturas, testigo de la grandeza de un gran cañón. Pero en este recorrido se sentirá a un viejo buitre reflexivo que, con ayuda de una vibrante canción, alertará la presencia de la muerte a los buscadores del oro. Un grito melodioso y afinado les pedirá al inicio alejarse del oro de Mackenna.
Este sensacional momento sonoro fue logrado por la unión de dos reconocidos talentos: el famoso compositor estadounidense Quincy Jones y el gran José Feliciano, ese cantante latinoamericano que se coló entre los grandes de todos los tiempos con su poderosa e inigualable voz.
Por esta película también desfila una cantidad considerable de estrellas del cine americano, pero se les desperdicia. Como se indicó antes, en la década sesentera uno de los mecanismos para hacer atractiva a una película estadounidense era anunciar en su cartel la presencia de un buen número de grandes actores, obsérvese por ejemplo La conquista del Oeste y El día más largo del siglo. Fue así que este elemento se constituyó en uno de los momentos más esperados en cada exhibición, porque el público se distraía identificando a sus intérpretes preferidos en papeles fugaces y, a veces, alejados de su estilo. En El oro de Mackenna, si bien todo el protagonismo se lo lleva el duelo actoral entre Gregory Peck y Omar Sharif, cobra interés ver cómo van presentándose y desapareciendo, casi de inmediato, actores de la talla de Edward G. Robinson, Telly Savalas, Burgess Meredith, Eli Wallach y Lee J. Cobb.
Otro aspecto que no hay que dejar de destacar sobre este filme, es la presencia de un erotismo exótico, personificado en Julie Newmar (Gatúbela en la TV de ese entonces), que representa a una apache violenta y obsesionada por poseer al sheriff, a quien también odia. Su aspecto delata una sensualidad desenfrenada y contrasta con el sereno atractivo de Camila Sparv que, aunque representa a la víctima de la ambición humana, demuestra también poseer atributos para despertar pasiones.
El oro de Mackenna tuvo una buena aceptación en taquilla en su estreno, pero el tiempo no ha sido su mejor aliada para mantenerla vigente. Posee un mensaje aleccionador con una moraleja clara sobre las consecuencias de la obsesión por lo material.
La pasión está también en el cine.