En un periodo de la historia cinéfila europea marcado por el nacimiento y estallido internacional de la Nouvelle Vague, muchos otros directores franceses realizaron una gran cantidad de películas de calidad y frescura contrastadas hoy día y que, a pesar de mantenerse al margen de este movimiento, también desarrollaron o adquirieron una narrativa más dinámica y moderna que la que, se pensaba, hacían antes en otros países. Tal es el caso de El monóculo negro, película de 1961 que inicia las aventuras del agente secreto y comandante Théobald Dromard, alias El monóculo, un espía francés al que volveríamos a ver en L’oeil du monocle (1962) y en El monóculo (1964).
Ya desde el principio de El monóculo negro, la primera de la trilogía, se nos avisa de que estamos ante una comedia; de hecho, es el actor Bernard Blier quien lo hace, a modo de introducción para la cinta, pidiendo, con humor, que no la juzguemos con excesiva severidad, por ser de espías. La razón: a veces los hechos superan al humor negro de la ficción. Por tanto, cualquier parecido con la realidad es pura casualidad; los agentes secretos no tienen secretos en el cine.
¿Se imaginan a Hugh Grant presentando Operación U.N.C.L.E. en la pantalla del cine y avisando de lo que vamos a ver a continuación? Eso es algo interesante del cine antiguo (entre otras cosas), que se permitía estos detalles y verlos no molesta. Ahora tenemos tráilers que te cuentan todos los pormenores olvidándose del desarrollo que hay en medio.
Un francés, un alemán, un ruso, un italiano y una inglesa se encuentran en un histórico castillo y así comienza el chiste. No es una comedia al uso, más bien una película de acción con diálogos ingeniosos y con esa clase y personalidad que existía en los 60, donde no importaba tanto ser guapo y estar cachas como tener una buena voz, saber fumar, chistar y llevar gabardina con estilo. Así es como destaca Dromard, siempre acompañado por su fiel amigo, el también espía Trochu, contrapunto bonachón y más rudo del amanerado protagonista. Juntos investigarán los planes de un marqués, habitante del castillo en cuestión (o sus alrededores), para restaurar el Nazismo y continuar con sus objetivos desde donde se quedaron, en 1945: «Salvar a la civilización occidental, aunque ellos no quieran», que diría él.
A partir de aquí asistimos a un juego de intrigas y espionajes muy entretenido y que se pasa en un abrir y cerrar de ojos. Incluye hasta una escena de persecución a pie a una chica de una tensión digna de cualquier buen slasher de finales de los 70. Sombras y ángulos, pies que caminan, corren o tropiezan, disparos, preguntas, torturas y aun así sobra tiempo para algo de seducción, gracias a la presencia de la cuasi femme fatale Martha, personificada por la actriz Elga Andersen, perfecta en su papel, como el resto de sus compañeros, la verdad. Eso es lo bueno, lo que hace de esta clase de películas algo siempre estimulante, el numeroso catálogo de intervenciones, sorpresas, giros, acción, humor y distinción con el que son filmados.
Nos encontramos ante un film de espías no demasiado conocido y que merece algo más de atención, visto lo visto. No sólo por ser disfrutable a la par que elegante, sino por esconder tras de sí algunas atractivas ocurrencias, quizás ya vistas antes, seguro que también más tarde en otras obras, pero siempre sugestivas, como todos esos planos entre túneles, entre la luz y la penumbra, entre siluetas y formas.
Una pista fácil de seguir, un enigma fácil de apreciar, el que acontece en El monóculo negro. Muy recomendable, si la ven disfrutarán, hagan caso a un servidor y a Bernard Blier. No se arrepentirán.
Palabra de honor.