Cuando el género del espionaje alcanzó una cierta cima narrativa en mitad de los años 70, Don Siegel construye una pieza totalmente deudora de los entresijos narrativos de la tendencia del momento, quizá algo estereotipada ante el imparable avance comercial de la saga Bond (el sello más representativo de la época con el spy), pero de la que El molino negro se desmarca con una personalidad, ante todo, clasicista. Michael Caine es el experimentado e impasible espía Mayor John Tarrant, quien sufre el secuestro de su propio hijo realizado con el fin de recuperar una serie de diamantes que pertenecen a la organización para la que trabaja. De este punto de partida se desenrollan varias aristas sólidas e imperturbables, dentro del desarrollo de la trama: desde la propia aflicción de Tarrant, que dentro de un matrimonio en crisis, donde acontece el hecho que en un principio podría dinamitar su relación de pareja, a la vez se despliega uno de los mayores estamentos del género spy, como es la propia desconfianza y final desunión del espía protagonista contra su organización. De la primera diatriba cabe decir que los momentos pseudo-dramáticos entre Tarrant y su mujer, coyuntura clave a la hora de desentramar el drama y sentido de la desaparición del joven, rellenan de cierta entereza a la película, añadiendo una complejidad formal muy típica del género; de la segunda, señalemos la estrategia de ampliar el desarrollo de la trama en otra variante muy habitual, donde Tarrant se convierte en un personaje contra todo y contra todos, situación que lleva la tensión del film al extremo de una manera encomiable.
Caine se muestra comodísimo en un personaje de impenetrable presencia, quizá una variante más pulp y estilizada de Harry Palmer, figura del espionaje siempre anexa al actor; Tarrant se desvía de Palmer en un trasfondo psicológico quizá menos desarrollado, pero sí mostrando una figura del espía mucho menos imperturbable. El papel además aquí se ensambla a la perfección en aquella época en la que Caine apoyaba sus papeles en la impermeable impasibilidad de su rostro, algo de lo que se acaba por aprovechar su personaje. El film de Siegel muestra además un sosegado empleo del ritmo, jugueteando con el thriller distinguido de alma británica (elegante manera de emplear la cámara a la hora de mostrar las artimañas tan propias del espionaje inglés) a la vez que se muestra sin remilgos las grandes habilidades visuales cuando llegan los momentos de acción. Estos, en una habitual táctica del director, se alejan de la espectacularidad propia de variantes más artificiosas del género (las mezcolanzas del spy con el actioner estaban a la vuelta de la esquina), para ser mostradas como catarsis del clima de tensión del film, introducidas en la narración como escape de tiempos muertos. Una maniobra que además de aportar entidad hace que el interés por la trama no se pierda en ningún momento, y añade más dimensiones a una premisa argumental que podría haber dado un calado mucho más impersonal y lineal.
Además de la inolvidable escenografía urbana con la que se ambienta la película (rodada en localizaciones reales de París, Londres y anexos territorios británicos) otro de los puntos fuertes de El molino negro es lo afortunado de su peso interpretativo, coronado por un antagonista de excepción como John Vernon en uno de sus sempiternos papeles de villano, aquí con el estigma amenazador tan característico de un actor que aquí acapara inesperadamente algunos de los momentos más memorables del film. Janet Suzman, como Alex Tarrant, supone la réplica dramática del personaje de Caine, añadiendo entereza y cierta emotividad al drama del matrimonio, que acaparará una importancia loable en el último tercio de la función; o Donald Pleasence como Cedric Harper, primero superior y posterior nuevo enemigo de nuestro protagonista, rememora su pasado en el género (tenemos un guiño a Sean Connery en claras alusiones a la saga Bond) en un papel de manual pero salvado por la impronta del intérprete. Ciertamente, puede que nos encontremos con una de las piezas más olvidadas de la filmografía de Don Siegel, pero que sirve a modo de recordatorio de dos importantes puntos a tener en cuenta: la espectacularidad narrativa a la cual puede llegar un género tan anclado a sus peculiaridades como es el del espionaje, así como la elegancia casi siempre implícita del thriller británico.