Cuando somos niños todo es más fácil. Las miradas son más limpias, honestas y por tanto esenciales. La ilusión sustituye a la desesperanza y el amanecer engloba cada minuto de respiración incluso cuando las nubes que se avecinan en el cielo parecen querer tapar los leves rayos de sol que se cuelan a través de la ranura de nuestra ventana. Nuestros ojos, libres de desencanto, observan con curiosidad cualquier gesto o perturbación que interrumpe la rutina de aprendizaje diario, absorbiendo con pasión aquello que nos gusta para desechar lo que nos repele. No damos tantas vueltas a las cosas. La infancia es el único momento de nuestra existencia donde sabemos distinguir entre lo bueno y lo malo y entre lo que merece la pena y lo que no, pero sin dar rodeos ni complicar las cosas, sino de la forma más pura que ostenta el ser humano: desde un corazón sano de impurezas y desdichas. Aún no nos han traicionado ni hemos conocido el desengaño que las interrelaciones entre nuestros semejantes acarrean. Los amigos son amigos y no aquellos que cuando lo necesitan te agasajan con falsas esperanzas de cercanía, pero que de repente desaparecen sin dar explicaciones —explicación que se explica sola— poniendo la simple excusa de que están muy atareados y que ya te llamarán cuando ellos lo precisen. Ay… que tiempos aquellos en los que creíamos en quimeras y aventuras vividas en un entorno donde el sol siempre iluminaba nuestro frágil y tierno rostro.
Porque es precisamente desde este enfoque intrínsecamente ligado a la infancia desde el que hay que observar para gozar plenamente una película por la que han pasado los años, y mucho, como El libro de la Selva de los hermanos Korda. Sí. Esta es una de las películas que acompañó la infancia de aquella generación de chavales que nacimos en los ochenta —aunque yo naciera en 1979 me considero ochentero—. La cinta edificada por el trío de hermanos Zoltan, Alexander y Vincent, fue la primera adaptación al cine de la aclamada novela de Rudyard Kipling que más tarde conocería la más famosa de sus versiones, esta es, la realizada por los estudios Walt Disney. Trasladar en imágenes una fábula de la envergadura y vestido argumental del escrito de Kipling se presentaba como una compleja odisea, sobre todo por la obligación de insertar en la trama, para no violar el contenido formal del texto, la aparición de animales como principales protagonistas en el discurrir de la epopeya.
Los Korda, a través de su productora London Films, se habían especializado en unas espléndidas películas de aventuras con las que trataron dar combate a las propuestas aterrizadas en las islas británicas originarias de los Estados Unidos. Así, cintas como Sabu – Toomai, el de los elefantes, Las cuatro plumas o El ladrón de Bagdad dieron muestras del talento de los hermanos británicos de origen húngaro para desarrollar unas historias muy entretenidas y bien trenzadas sin necesidad de partir de presupuestos tan poderosos como los que vertían los grandes estudios de Hollywood.
No me he atrevido a revisitar para escribir esta reseña esta versión intrínsecamente ligada a mi infancia. ¿Por qué? Porque me da miedo a que mi mirada ya contaminada por los quehaceres de la vida adulta revierta el cariño y afección que siempre he sentido por este film. Y es que mis recuerdos fluyen perfectamente desde el pasado al presente para recordarme que El libro de la selva de Zoltan Korda es ante todo una película que solo puede ser disfrutada plenamente desde la mirada inocente de un niño. Sus imágenes brotan como un espectro escondido indicándome que si volviera a repetir mi experiencia con el film, seguramente saldría desencantado. Sus colores ocres, vivos, irreales no casan con el ambiente real y déspota de nuestros días. Porque esta es una película que debe ser visualizada desde una perspectiva fantástica, en la que nos tenemos que dejar llevar por la ilusión y la fe en la existencia de un mundo paralelo al nuestro donde la esperanza, la solidaridad entre las diferentes razas y la bondad podrán ganar la batalla a la maldad representada por ese perverso tigre llamado Shere Khan.
Recuerdo perfectamente esa bonita introducción en la que un viejo cuentacuentos indio relata a un intrigado auditorio la historia de Mowgli, un niño salvaje criado por lobos y demás animales del frondoso bosque donde fue perdido. Igualmente retornan a mi mente esas imágenes, casi documentales, que captan la belleza del bosque y sus moradores, mientras que el narrador que presenta el film de forma omnisciente comenta el perfil de los diferentes personajes animales que apuntalarán el devenir de la intriga. Un recurso muy inteligente este, empleado por los hermanos Korda, ante la imposibilidad técnica existente en la época de otorgar voz a los animales reales que aparecían en la pantalla.
Y fundamentalmente mis recuerdos se centran en nuestro héroe, interpretado por el siempre fascinante Sabu, un intérprete de la casa Korda que había dado lo mejor de sí mismo en esa maravillosa adaptación de El ladrón de Badgad filmada en 1940 en un rodaje que fue una película. Un Sabu que da el do de pecho mimetizándose en el niño salvaje en una interpretación que hipnotiza por su vitalidad, su portento físico y porque no decirlo, igualmente por su desenfadado buen humor.
Como el protagonismo animal estaba más que limitado, merced al atrevimiento de filmar con actores reales, Zoltan Korda centró el desarrollo dramático de la historia en el descubrimiento de Mowgli por parte de los aldeanos de la villa donde nació, y la especial amistad que surgirá con Mahala así como los problemas que ello le acarreará, siendo la búsqueda del tesoro protegido por una poderosa cobra uno de los ejes sobre los que pivotará la trama ideada por los hermanos Korda.
La película cuenta con escenas emblemáticas que quedan grabadas en la memoria, como el capítulo del encuentro del tesoro por parte de los bandidos, escena engalanada con un espectacular diseño de producción que recrea la ciudad de los monos con un exquisito gusto visual. O la secuencia rodada en la cámara del tesoro, donde la cobra que guarda y protege con recelo el oro escondido bajo tierra hará las delicias de los admiradores de los efectos especiales artesanales. O esa escena final del incendio del bosque que fue montada con un delicioso talento y buen hacer por los fantásticos técnicos que formaron parte del equipo de rodaje.
Sé que a pesar de estos fogonazos de genialidad creativa que permanecen en mi mente, si hubiera visto de nuevo la película, mi excesiva capacidad analítica y comparativa habría provocado que la magia existente en mi interior hacia este film hubiera desaparecido ipso facto. Y es que esa es la palabra que mejor define a esta película: magia. Ese arte que todos sabemos es artificioso, pero que nos embauca sin que seamos conscientes de su irrealidad. Y es que los avances tecnológicos y la mitología que desprenden posteriores adaptaciones del relato de Kipling en pantalla grande, quizás hayan deteriorado, con motivo de los efectos de la obsolescencia, el resultado global de una cinta que en virtud de su osadía pretérita peca de superficial y añeja. Pero ese talante obsoleto es lo que precisamente convierte a esta obra, en una pieza que conviene no dejar caer en la estantería del olvido, sino que debe cuidarse como una joya de ese cine artesanal, emotivo, visceral y atrevido ideado por esos profesionales para los que hacer cine representaba más una ilusión que un trabajo. Esa es la mejor carta de presentación de una película que nunca olvidaré mientras que la siga recordando desde la mirada de ese niño que aún no conocía las mieles de la derrota.
Todo modo de amor al cine.
Yo creo que está película, a la generación que acompañó, es la de los que nacimos en los cuarenta y antes. La pelicula es del 42 y se estrenaría en España seguramente unos pocos años después. Yo la vi con ocho años y nací en el 40. Me parece bastante mejor película en todos los aspectos que la pantomima ridícula de Disney.